lunes, 16 de diciembre de 2019

Pasear Sevilla


¿Qué hace un humano sino pasear de una plaza a otra, de una calle a otra, de una ciudad a otra sin apenas darse cuenta? En el recorrido aparecen imágenes deseadas e indeseadas, también indeseables y deseables, peligros de todo tipo, lestrigones, ya se sabe. Los que habitamos las ciudades, con la prisa innecesaria que las caracteriza, pocas veces las paseamos con la calma suficiente como para contemplar las aceras plagadas de adoquines saltados, pocas veces dirigimos siquiera la mirada a los mendigos que pueblan en las entradas de las tiendas, al refugio del frío viento de la noche, de las hostilidades del mundo fuera de las casas que nos mantienen a salvo a los demás, entre las sábanas. ¿Con qué soñarán esos mendigos? ¿Cuáles serán sus pesadillas? 

¿Qué hace un humano, digo, sino pasear, buscar su destino? Hay quienes no pasean en las ciudades, quienes corren y las recorren, sin mirar, sin observar. ¿Qué sentido tiene vivir en un lugar que se desconoce? ¿Qué sentido tiene vivir sin vivir? Contradiciendo a Kavafis, probablemente Ítaca no exista, sea más bien como el horizonte, lejano e inalcanzable, pero es necesario emprender el camino, avanzar, observar, equivocarse y dudar. De algún modo, si al final me equivoco y sí que existe, Ítaca será más rica, más clara, más sabia tras ese camino.

Yo, ahora, paseo dudando Sevilla, de calle en calle, de plaza en plaza, de iglesia en iglesia, de mi yo de antes al yo aún desconocido. Y me reconozco y no, y temo y no, y vivo y no, y existo y no.

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