¿Qué hace un humano sino pasear de una plaza a otra, de una
calle a otra, de una ciudad a otra sin apenas darse cuenta? En el recorrido
aparecen imágenes deseadas e indeseadas, también indeseables y deseables, peligros
de todo tipo, lestrigones, ya se sabe. Los que habitamos las ciudades, con la
prisa innecesaria que las caracteriza, pocas veces las paseamos con la calma
suficiente como para contemplar las aceras plagadas de adoquines saltados,
pocas veces dirigimos siquiera la mirada a los mendigos que pueblan en las
entradas de las tiendas, al refugio del frío viento de la noche, de las
hostilidades del mundo fuera de las casas que nos mantienen a salvo a los demás,
entre las sábanas. ¿Con qué soñarán esos mendigos? ¿Cuáles serán sus
pesadillas?
¿Qué hace un humano, digo, sino pasear, buscar su destino?
Hay quienes no pasean en las ciudades, quienes corren y las recorren, sin
mirar, sin observar. ¿Qué sentido tiene vivir en un lugar que se desconoce?
¿Qué sentido tiene vivir sin vivir? Contradiciendo a Kavafis, probablemente Ítaca
no exista, sea más bien como el horizonte, lejano e inalcanzable, pero es
necesario emprender el camino, avanzar, observar, equivocarse y dudar. De algún
modo, si al final me equivoco y sí que existe, Ítaca será más rica, más clara,
más sabia tras ese camino.
Yo, ahora, paseo dudando Sevilla, de calle en calle, de
plaza en plaza, de iglesia en iglesia, de mi yo de antes al yo aún desconocido.
Y me reconozco y no, y temo y no, y vivo y no, y existo y no.
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