Todos los años, cuando se acerca el final de diciembre, pienso
en escribir algo sobre cómo han ido los últimos doce meses, pero suele
costarme, supongo que porque los años siguen sin parecerme que tengan comienzo
en enero y final en diciembre, que, de algún modo, empiezan aún en septiembre y
terminan en agosto. Aun así, desde hace ya casi tres, los años dan comienzo en
abril, cuando el peso del tiempo y de la tesis se nota más, cuando la presión
se hace más patente, cuando las prisas me miran desde la esquina oscura de la
habitación y me sonríen diabólicamente.
Este año ha sido difícil. Mucho. ¿Para qué engañarnos? La
abuela J. ya no está tampoco con nosotros; ya no está al otro lado del tren que
me lleva de un lado a otro, y eso creo que le quita a todo lo demás a
importancia que pueda tener. Ha habido viajes, encuentros y reencuentros, nuevas
amistades, nuevas personas y nuevos destinos. También nuevas necesidades.
El año termina raro. Termina como sin terminar, como incompleto,
como sin ganas. Digamos que este último año lleva ya varios años durando y se
va a extender todavía un poco más: como el horizonte que pierde el sol pero que
sigue ahí y nunca se alcanza, de ese modo más o menos doy por finalizado el
año. Qué cosas.
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