viernes, 24 de abril de 2020

Cuarentena XIV: algunas librerías de mi vida

Las librerías son esos espacios mágicos en los que uno encuentra miles de mundos por descubrir. Soy lector y soy consumidor de libros. Lo primero, por pasión, lo segundo, por convicción, y viceversa. En cada ciudad en la que habito me busco una librería en la que desembolsar cantidades de dinero que no tengo para comprar libros que, en muchos casos, aún esperan desde hace años a ser leídos. 

Compro libros porque me gustan, sí, porque, como diría Krahe, me tranquilizan, pero no sólo. La intención es leerlos, lógicamente, pero también compro libros como acto político. Procuro no comprar en grandes librerías, sino más bien en librerías pequeñas e independientes en las que uno se siente realmente en casa. 

Durante unos años, especialmente en Salamanca, esa ciudad repleta (al menos entonces) de librerías, me era prácticamente imposible entrar en una sin acabar llevándome algún libro. Los había estudiado casi todos, estaban ahí, presentes, sin necesidad de pedirlos, no es que los quisiera leer, era que me llamaban, me estaban esperando. Recuerdo, por ejemplo, la trilogía de La forja de un rebelde, de Arturo Barea, que adquirí en una librería que pronto desapareció de la Rúa Mayor. La leí con ansia. Sin embargo, la librería que más ocupó mi interés los primeros años fue la que está en la esquina de la misma Plaza de Anaya, la librería Nueva Plaza. Bajaba esas escaleras y sabía que no volvería a subirlas sin algún libro recomendado en alguna de las asignaturas de la carrera. Ahí dejé varios cientos de euros en libros. No sé por qué, recuerdo especialmente que ahí compré Historia de la crítica literaria, de David Viñas Piquer. Supongo que los casi 50 euros que me costó el ejemplar aún resuenan en mi consciencia. Menos mal que luego le di bastante uso. 

Había otras tres librerías en Salamanca que merecían mi atención. La Cervantes, inmensa y majestuosa, dividida en sus dos edificios mágicos, repletos de todo tipo de libros y capaces de albergar prácticamente cualquier cosa que se le pidiera. Pronto, sin embargo, dejé de acudir a ella, pues la atracción que sentía por el espacio era inversamente proporcional a lo bienvenido que me sentía. Supongo que es eso que aún sigo llamando, no sin cierta ironía, simpatía charra. Demasiado agradables tampoco me parecían en la Librería Víctor Jara y, sin embargo, ahí me sentía más en casa. Acudía allí a buscar esa poesía que tanto quería aprender a leer y que empecé a acumular y a leer, pero que no conseguí terminar de interiorizar en mi vida. Recuerdo entrar y dirigirme constantemente al fondo, a la esquina izquierda,y allí me quedaba enredando entre libros hasta que el calor bajo el abrigo y la mochila empezaba a solicitar la partida. Soltaba alguno de los libros que tenía en la mano y me quedaba sólo con uno o dos. El presupuesto no daba para más. Ahora sé que esa librería sigue abierta, pero ya no en la Calle Meléndez, sino en Juan del Rey. La última, cerrada ya también, era la librería Hydria, en la Plaza de la Fuente. No sé cómo ni por qué, llegué un día allí. Entré y me enamoré. Desde entonces, procuraba comprar allí todos los libros que adquirí en Salamanca. Pero se ve que mi desembolso no llegó a ser suficiente. Ahí asistí a la presentación de Baile de máscaras, de mi paisano José Manuel Díez. Nunca había podido escucharlo en Zafra y ése fue el momento. Sé que algunos de los que trabajaban en esa librería luego montaron Letras corsarias, en la céntrica Plaza San Boal, pero ahí sólo he podido estar un par de veces, ya después de mi etapa salmantina.
Imagino que fue, pues, en Salamanca, donde descubrí la magia de las librerías, donde encontré la pasión real por esos espacios que eran, realmente, fabulosos y en peligro de extinción. Cuando voy de viaje a donde sea, no me vuelvo sin haber pisado una librería, por desconocido que me sea el idioma. He de reconocer que las librerías alemanas me tientan más que ninguna. Recuerdo ahora una de Freiburg en la que estaba prohibido realizar fotografías. Entrar en ella era como trasladarse en el tiempo a los años 60, con esos muebles de madera oscura y esa iluminación sobria y elegante. No puedo evitarlo, pero me gustan las librerías ordenadas, ésas en las que todo está en un lugar concreto y especialmente pensado. 

Sin embargo, están por otro lado las librerías de viejo, ésas en las que los libros se almacenan en cajas, en las que las páginas cuentan más por los dedos que las han tocado que por las palabras que están escritas en ellas. Ahí la cosa cambia. Esas librerías tienen un olor especial. No sólo en Berlín o en Heidelberg, de esas librerías hay por toda Alemania. En Bonn había, incluso, una que llevaba el llamativo nombre de La Librería, y era eso, una librería en español, todo de segunda mano y, además, estaba peligrosamente cerca de casa, a unos tres minutos andando. También había algunas librerías de viejo en Salamanca y las echo de menos en Sevilla. Se pueden encontrar algunos libros viejos en quioscos, pero no es lo mismo, el espacio no tiene el aura sagrado que traen consigo las estanterías plagadas de páginas amarillentas. Seguiré buscando. 

Aun así, ahora que vivo en Sevilla, no dejo de comprar libros en Zafra, sobre todo aquellos que pueden esperar. La Industrial se ha convertido en parada obligada cada vez que voy de casa de mis padres al centro, la bondad y las ganas de los libreros hacen de esa parada siempre una buena inversión. En Sevilla, sin embargo, aunque soy socio reciente de Caótica, aún me debato entre qué librería elegir a la hora de comprar, porque todavía no me siento lo suficientemente en casa. Supongo que va con la ciudad. 

Acaba de pasar el día del libro y estamos encerrados en casa, así que no hemos podido acercarnos a ninguno de esos espacios mágicos y pienso que no puedo imaginarme ninguna de las ciudades en las que he vivido sin ellos, sin las librerías, sin sus escaparates y sus libreros, normalmente dispuestos y entrañables. No son esas librerías sino una parte de la vida. 

Tal vez sea demasiado pretencioso, pero sospecho que uno no puede sentirse habitante de un lugar hasta que no encuentra una librería en la que sentirse en casa.  

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