lunes, 13 de abril de 2020

Cuarentena XI: la Semana Santa y los recuerdos

En ningún caso podría haberme imaginado pasar una Semana Santa en Sevilla, y menos en estas condiciones. No es sólo que yo no haya salido, sino que el silencio era la norma general. Algunos ratos se han oído marchas de procesión y, no sé si es cosa mía, he escuchado con más frecuencia que antes las campanas de todas las iglesias. De hecho, antes no era consciente de que por las noches se escucharan con tanta claridad las horas exactas con ese sonido metálico que recuerda a épocas en las que el mundo y el tiempo se medían más bien por el sol y las comidas. 

Ha sido Semana Santa y ni siquiera lo hemos visto. Yo tengo algunos recuerdos de mi infancia en la Semana Santa, algunos de esa época en la que aún era creyente, en los que aún confiaba en algún dios bondadoso y misericordioso, pero supongo que de algún modo también vengativo, si no, ¿por qué nos vigilaba y nos pedía hacer esto o lo otro según lo que él quería y creía como bueno? Ese dios, cualquiera de los posibles, desapareció de mi vida. La única vez reciente en que he vuelto a sentir, de algún modo ajeno y llamativo, cierta espiritualidad fue en Sarajevo, con la llamada a la oración al atardecer y con el rezo conjunto a las puertas de una mezquita abarrotada. De alguna manera era mágico lo que estaba sintiendo en ese momento: era paz, era armonía, era silencio y sosiego. No sé si antes lo he sentido así en algún momento, sé que después no. 

Sé que un año vine también a Sevilla a una madrugá. Dije que era la última vez y nunca más volví.

En la vida uno va eligiendo sus caminos y se aparta en muchos casos de lo que se espera de él. Alguna vez salí en procesión, claro, alguna vez, supongo, tuve ilusión: es algo especial, sucede una vez al año y tiene cierto halo de misterio. Luego ya, con el tiempo, al final sale a la luz otra forma de entender la vida y la religión. Tengo un vago recuerdo de un año en Llerena, hace, no sé, tal vez veinte, en que acompañé a mi abuelo L. en una procesión en la que dos filas de hombres vestidos de negro acompañaban la imagen de un Cristo crucificado. Hace tanto tiempo y me era tan ajena esa escena que la guardo como algo especial pero sin saber si, realmente, puedo o no puedo confiar en mi memoria o si lo he construido todo a partir de imágenes difusas de otras cosas. 

La última procesión que vi con cierta ilusión fue hace tres años, creo, en Cabeza del Buey. Mi abuela A. quería volver al pueblo, como quería siempre y me decía con frecuencia (¿cuándo nos vamos a ir tú y yo al pueblo unos diítas? era su pregunta cada vez que la vida me llevaba a Zafra), y M. y yo la acompañamos. Bueno, tal vez fuera ella la que nos acompañó a nosotros. Adonde sí la acompañamos nosotros, seguro, fue a la iglesia, a la parroquia, decía ella. Por las calles empinadas desde la casa de su infancia, la seguimos con sus pasos cortos y de niña joven, que decía, hasta la plaza en la que se encuentra la Parroquia de Nuestra Señora Real de Armentera. Yo no había estado nunca en esa plaza ni en esa parroquia; de hecho, una vez, mi abuelo G. nos mandó a mi prima M. y a mí allí, que, decía, estaba en la misma plaza del ayuntamiento, pero nosotros, creyendo que sí, desconocíamos por completo dónde estaba el ayuntamiento, así que no logramos llegar nunca. Sea como sea, tampoco sé muy bien qué pasó, si llegamos tarde, si empezó a llover... sólo sé que acabamos recogidos en la iglesia mientras la gente rezaba. Imagino que era cosa de la lluvia, pero a mí, realmente, poco me interesaban la lluvia y la procesión. Me interesaba estar con A., como supongo que me interesó en su día, aunque tal vez fuera menos consciente, estar con L. 

Antes de apostatar, antes de decidir abandonar oficialmente la fe católica, quienes trataban de persuadirme de que no lo hiciera me decían que qué disgusto para tal o para cuál. Yo sólo pensaba en mis abuelos, en mis abuelas, de hecho, que para entonces sólo - y aún - estaban las dos. No sé cómo ni por qué, en algún momento mi abuela A. dijo que a ella, mientras yo fuera buena persona, le daba todo igual. Supe, entonces, que si alguna de ellas quisiera en algún momento que la llevara o acompañara a cualquier procesión, a cualquier misa, allí estaría, que, católico o no, sacrificaría lo que hiciera falta por la realidad de ciertos recuerdos, porque, de algún modo, la Semana Santa no es más que un par de recuerdos junto a mis abuelos. También supe o, más bien, confirmé, que los mayores son bastante más tolerantes que gente mucho más joven. El resto, ciertamente, poco me importa. 

Este año no ha habido procesiones, aunque los vecinos hayan engalanado sus balcones con banderas y extraños faldones. No ha habido procesiones, digo, pero nada ha cambiado en los recuerdos, así que supongo que mi semana santa se ha mantenido intacta. 

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