domingo, 31 de agosto de 2014

Julio III: Soria, día 2

No madrugamos excesivamente el martes, pero pudimos aprovechar el día lo suficiente como para hacerle al coche un buen montón de kilómetros. Salimos de San Esteban dirección Soria, atravesando la mencionada autovía del Duero. Poco después de pasar la subida de El Temeroso y comprobar que el camión seguía tirado -lo estaría también a la vuelta, se ve que era más difícil de levantar de lo que yo suponía-, cogimos un desvío a la izquierda que nos acabaría dando acceso a Calatañazor. 

Es un pueblecino bastante pequeño, de piedra, en el que, para mi sorpresa, había, creo recordar, cuatro tiendas de souvenirs y algún que otro turista. En una de las plazas, a la derecha de la calle principal entrando por la carretera, el busto de Almanzor, situado en el centro, justo delante de un vago jardín, observa acechante, serio, a los visitantes; es dueño y señor indiscutible de la historia de Calatañazor, aun cuando, según algunas versiones, es posible que ni siquiera perdiera allí la tan sonada batalla. Para llegar a esta plaza tuvimos que retroceder un poco, pues la habíamos pasado con el coche, que dejamos en otra plaza más grande y con aparcamientos. Junto a esta segunda plaza se encontraba el castillo, seguramente del siglo XIV, o más bien sus ruinas, desde el que se podía observar una extensa llanura en casi todas las direcciones: un campo más amarillo que verde e infinito sólo interrumpido por alguna carretera y un santuario, ermita, imagino, cercano al pueblo. Al sur del castillo quedan las casas del pueblo y, un poco más allá, una sierra cargada de árboles que no distingo. Compré en Calatañazor el obligado dedal para mi madre, los colecciona y es lo único que compro cuando voy a algún sitio. En general me parecen absurdos los souvenirs, no le encuentro sentido al hecho de llevarle algo a alguien de un sitio en el que no ha estado y que lo único que tiene que ver con ese sitio es algo impreso, pero sé que a mi madre le gusta y le doy el capricho. En el dedal se puede ver la figura del caballo de Numancia y el nombre de Soria, con un punto en el centro de la O. No tiene nada especial, además de su historia, claro, pero P. ya nos había insistido de lo peculiar del caballo, de la relación que los sorianos tienen con él, y me pareció bien elegir esa imagen, además de que la considero bonita.

Seguimos la dirección que llevábamos, hacia el norte, nos movíamos hacia la Fuentona, un monumento natural de cuya existencia no había siquiera oído hablar. Dejamos el coche a unos pocos kilómetros del sitio en cuestión, más de los que nos hubieran gustado, porque nos advirtieron de que deberíamos pagar en el aparcamiento y no quisimos arriesgarnos, eran como 4 euros y ya los pagaríamos más adelante en otro lugar. De hecho, primero quisimos acercarnos con el coche y luego retrocedimos y volvimos andando. Pasamos junto a una ermita y seguimos avanzando como cinco kilómetros más y nos adentramos en el recinto, al que le han destinado unos pocos de miles de euros para reformar unos puentes y el camino de piedra. Una vez dentro del recinto, sin vallas, tuvimos que seguir caminando un par de kilómetros más hasta llegar a la Fuentona. Así, si uno no lo sabe, no parece más que un charco gigante con un agua bastante cristalina en algunas zonas, las no cubiertas por nenúfares, principalmente. Pero en su interior esconde metros y metros de galerías subacuáticas y es causante de la muerte de algún que otro submarinista (según cuentan) imprudentes o no, que han querido llegar a lo más profundo y no lo han conseguido. En el programa Al filo de lo imposible han hecho un reportaje sobre este singular espacio (1ª parte y 2ª parte). Nosotros sólo pudimos disfrutar de la imagen que la Fuentona da desde fuera. Sobre ella, sobre los nenúfares y el musgo, ranas, gran cantidad de ellas, en el interior, una cavidad de la que no se ve el fin y que es el principio de la aventura para muchos de los que se adentran en ella, y junto a ella, el nacimiento del río Avión. Se escucha el fluir del agua, las ranas que caen en el agua y las que salen de ella, alguna que otra libélula que merodea sobrevolando la superficie. Eso y el olor a pino es lo que domina los sentidos. Impresiona, de cualquier modo, no saber qué hay ahí debajo, que parezca que no hay nada.

En el camino de vuelta al coche paramos en el bar que hay entre la ermita y la Fuentona: solitario pero en pie. Yo no hacía más que preguntarme cómo sobrevivía ahí, casi sin gente, o qué gente iría allí a comer, a tomar las cañas, a lo que fuera, si no parecía haber muchos turistas allí.

Nuestra siguiente parada era la Playa Pita, en el Embalse de la Cuerda del Pozo, a la que llegamos tras un pequeño despiste con los carteles en Abejar. No teníamos más intenciones que las de descansar un poco y comer, tomar fuerzas para el siguiente paso, más largo, más agradecido y merecido, y, tal vez, darnos un pequeño chapuzón en unas aguas que verdaderamente invitan a ello. Es un sitio acondicionado para el baño, con chiringuitos y ciclopedales de alquiler, una verdadera playa de interior que se encuentra semioculta entre un pequeño bosque de eucaliptos. Digo semioculta porque es imposible ocultar tal masa de agua una vez que se ha llegado al aparcamiento. Llevábamos sólo una toalla que tuvimos que compartir para tumbarnos sobre ella en perpendicular después de comer y descansar. Café necesario en el bar y carretera en dirección norte.

Antes de llegar a nuestro destino, pasamos por delante de Vinuesa, un pueblo que veríamos a la vuelta, sin parar, por la SO-830 hasta encontrarnos con la entrada al Parque Natural Sierra de Urbión y Laguna Negra. La carretera era bastante estrecha y se bifurcaba en dos poco después de empezar: una para ir, otra para volver. Subía poco a poco pero sin descanso, con algunas curvas bien cerradas. No recuerdo muy bien el camino de ida, pero sí que P. nos contó que tuvieron que dejar el coche mucho antes del aparcamiento la última vez que estuvo allí porque la nieve no les permitía pasar; lo dejaron sobre la cuneta y continuaron andando. Nosotros no teníamos nieve que nos impidiera el paso, seguimos hasta la bajada en la que una caseta de madera y unas guardas poco simpáticas marcan la entrada al aparcamiento vigilado y de pago: cuatro euros que incluían una visita a nosequé que no visitamos. Desde el mismo aparcamiento hasta la Laguna Negra hay autobuses cada cierto tiempo, media hora, indicaban los carteles, si mal no recuerdo, pero nosotros subimos andando, no estábamos ahí para andar todo el día sentados y menos para pagar un precio por algo que podíamos hacer nosotros con mayor provecho. No es corto el camino, tampoco largo, es simplemente una subida por una carretera asfaltada, nada complicada, que se acompaña del fluir del río Duero en sus comienzos, del sonido de las hojas de los árboles, pinos, tal vez, movidas por escaso y suave viento que corría aquella tarde en la zona norte de Soria. Hablábamos, del pasado, de ocasiones anteriores en que mis dos amigos habían estado allí, nunca yo, tal vez de la infancia, evocada por el olor de los bosques, o tal vez de otras cosas más banales, de la ropa, tal vez, del día, o quizá sólo callábamos. Llegamos sin esfuerzos arriba. Ese arriba que no está más que abajo. A la Laguna Negra. Negra, imagino, por el color oscuro de sus aguas, amplia, abarcable su diámetros sin esfuerzos con la vista una vez que se está en ella, pero inimaginable, inconcebible en su interior, pues no da pistas de lo que alberga por debajo de su insaciable superficie. Es un lago glacial. Perenne. Sorprende una vez que, sobre las plataformas de madera que la rodean para hacer más seguro a los visitantes el paseo y a la vez protegerla, uno se acerca a ella: no imagina quien llega sin saberlo que bajo el pico Urbión, al pie de un escalón, acantilado inmenso, se encuentre eso. Yo enmudecí. Me pasa en general, cuando voy por terrenos así, aquéllos que no conozco, que callo, que procuro escuchar, pero aquello era diferente, era un silencio impuesto por la propia laguna, por los árboles encastrados en la sierra que la rodean, y que apenas nos atrevimos a levantar.

Sobrepuestos del primer contacto con la Laguna Negra, nos acercamos a una pequeña cascada saltando entre las piedras y evitando resbalar. La cascada, que caía desde gran altura por entre las rocas, de agua fresca y transparente con la que llenamos las botellas, llevaba incesante su ritmo. No en vano, esa pequeña cascada, iniciada más bastante más arriba, en el Pico Urbión, es parte del río Duero. Parece imposible, viendo ese fluir tan ligero, que sea esa misma agua la que llegue hasta Oporto y dé al mar, la que atraviese media Península en silencio, la misma agua que habíamos visto el día anterior junto la ermita de san Saturio en la capital soriana. Quisimos seguir subiendo, un poco más, nos dijimos, y llegamos con cierto esfuerzo por entre las piedras al siguiente escalón de la sierra. Los llamo escalones porque desconozco qué termino es el conveniente en estos casos, pero ciertamente lo parecen: desde la Laguna Negra hay una pared casi perpendicular que se extiende bien en altura, y una vez llega a su cima, una extensión de tierra y hierba apareció ante nuestros ojos una extensión de tierra verde y clara. La claridad se debía a la luz del sol que abajo dejaba de llegar y arriba no parecía tener prisa por resguardarse de la noche. Anduvimos un buen rato por aquel terreno plácido por el que se veía correr el aún vergonzoso Duero, en busca de la Laguna Helada, otro lago glacial que no llegamos a encontrar. Volvimos, eso sí, pronto, para evitar que la luz del sol nos abandonara del todo en la zona baja, no conviene arriesgar cuando se desconoce el terreno.

Hicimos la vuelta sin problemas, envueltos aún en esa especie de área de silencio y paz que emana de la Laguna Negra, y, a medida que nos alejábamos de ella, nos acercábamos a la normalidad: el coche, la carretera y Vinuesa, de la que vimos poco por las prisas: pasamos con el coche por sus calles de piedra y su aspecto de villa del pasado, huyendo de la noche que caía sin esfuerzo sobre nosotros junto con el cansancio. Quiero mencionar, sobre todo para no olvidar la cara de D., el momento en el que una vaca y un ternero se nos atravesaron en la carretera a pocos metros de Vinuesa, por una carretera que parecía vereda asfaltada.

Volvimos a tener problemas de orientación en Abejar y tuvimos que dar la vuelta en un camino para evitar seguir por la N-234 en dirección Soria y poder coger la SO-910. Ya en la carretera vimos que la noche era inevitable, pero nuestro día estaba ya hecho. Sólo nos quedaba llegar a San Esteban y cenar, para lo que nos esperaban en casa los padres de P., con comida para un par de coches más tan llenos como el nuestro y la que no pudimos más que agradecer.

No estaba, sin embargo, terminada la jornada, aún quedaba fuerza para algo más y decidimos salir a por un par de cervezas a algún bar del pueblo. Aun así, antes de parar en el bar, quisimos subir al castillo de San Esteban. De él no queda más que una pared, diría que el muro oeste, pero arriesgando. Se suponía que estaría iluminado, pero era probablemente demasiado tarde y lo cogimos sin luz, lo que no nos impidió seguir a P. por el camino que llevaba a la cima, hecho a base de pisadas y pisadas, entre hierbajos. Allí, la luz de los pueblos, la oscuridad de lo lejano y el silencio: Soria de noche, tan tranquila como de día, hermosa y escondida.











5 comentarios:

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    1. Pues no he leído nada suyo. Quizá algún pequeño fragmento en alguna clase, pero ya está.

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    2. Pues, como imaginas, lo digo por el estilo de tu prosa: muy precisa, detallista. A mí como novelista no me gusta; como "fotógrafo" con palabras me parece el mejor. Enhorabuena, de nuevo.

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  2. Que buen relato Manu! La provincia es una maravilla. Me alegro que fuerais a La Fuentona, a mi me encanta, he estado ya un par de veces y me gusta mucho estar allí. Si hubierais seguido varios kilómetros más habrías visto una atalaya antigua con muy buenas vistas.
    Tengo muchas ganas de ir a la Laguna negra, es una de las cosas que me faltan por ver de la provincia, pero es lo típico, como vivo aquí digo: ya iré, y al final, dos años después aún no la conozco!
    Besos

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    1. Pues deja de decir que lo harás y hazlo, no apures. A mí me dejó impresionado, ya ves, me encantó, de verdad. Volveré, seguro, y buscaré esa atalaya.

      Un beso desde la ya nublada Bremen.

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