martes, 24 de marzo de 2020

Cuarentena V: paseos, Salamanca y Sevilla

El otro día subí a la azotea, una sola vez desde que empezó este encierro. Al principio, he de confesarlo, lo pasé mal encerrado en casa, no por el hecho de no salir, sino por la idea de no poder salir. En los últimos tiempos he recorrido mucho a pie las calles de Sevilla, he buscado caminos para evitar las zonas más turísticas para desplazarme de una punta a otra del centro hispalense, y lo hacía para despejarme, para pensar, para encontrarme de nuevo. 

Aunque no tengo una memoria demasiado fina, me voy fijando en los nombres de las calles y me dejo llevar de unas a otras, busco similitudes con distintas calles de mi vida, con otras historias, voy tejiendo conexiones entre ellas, algunas reales, otras ficticias, otras, simplemente, mal recordadas - pero cómo se recuerda algo mal -. Hace no demasiado caí en la cuenta de que, junto a la Plaza de San Román, frente a la iglesia robusta, hay una calle nada agraciada, muy estrecha en algún tramo, en los que las aceras prácticamente desaparecen para dejar espacio al asfalto, y que lleva por nombre Peñuelas. En ese instante la mente se me desplazó frente al Palacio de Congresos de Salamanca, donde se encuentra el comedor universitario de Peñuelas, claro está, en la calle Peñuelas. Cuando llegué a casa anduve buscando qué era exactamente Peñuelas y descubrí tres cosas: la primera, que Peñuelas era un pueblo de Granada; la segunda, que Las Peñuelas, uno de Ciudad Real; y la tercera, que estaba equivocado y el comedor de Peñuelas, en realidad, está en la calle Peñuelas de San Blas, que no parece que sea un pueblo ni sea nada. De cualquier modo, la relación estaba ya creada en mi mente. El caso es que me es difícil olvidar esa calle charra, pues en ella hociqué - léase con aspiración de la h - espectacularmente con la bicicleta en una de esas frías mañanas de sol y escarcha: al ver que llegaba el final de la calle, en pendiente, y que había tráfico por la Cuesta de San Blas, bajando desde el Palacio del Arzobiso Fonseca, traté de frenar, pero el frío temprano hacía que las piedras - que no asfalto - de la calle estuvieran aún heladas. El resumen es que para poder detenerme acabé dirigiendo la bicicleta contra la farola en la que estaba aposentada la señal de ceda el paso. Y vaya que si lo cedí. Ése fue el último día que cogí la bicicleta en Salamanca, eso sí. La casualidad también ha querido que, como digo, en unos de los finales de la calle Peñuelas se encuentre la Plaza de San Román, que es el mismo nombre que lleva una de las plazas con más encanto de Salamanca, a pesar del eterno solar que dejara el Teatro Bretón, que sólo conocí de oídas.  

Así que, perder la opción de salir por Sevilla no sólo es realmente eso, también es perder la opción de vivir una ciudad en la que poco a poco empiezo a moverme como si la conociera, como si fuera un poco mía, y en la que los recuerdos son los de ahora y los de antes, es decir, es perder la oportunidad de hacerme a la ciudad y comenzar por fin a habitarla. He tardado casi tres años en hacerlo, en adaptar sus calles a mi memoria anterior, en encajar su estructura a lo que soy, no como una especie de apéndice que puede leerse o no, que está, pero es prescindible, no como como una parte de mi historia desacompasada con el resto, sino como algo que realmente me pertenece, aunque me sea distinto. 

Subí a la azotea, pues, a observar lo posible de esta ciudad aún ajena, pero ya un poco compañera. No es que se vea mucho, porque el edificio es bastante bajo, pero seguro que de algo sirve. Trataré de conformarme con ello. En esta extraña Semana Santa sevillana que llegará en un par de semanas, subiré a leer, a escuchar el silencio sepulcral que lo rodea prácticamente todo. No es lo que mismo que estar en cueros en la playa, pero tal vez sirva para sustituir de algún modo los paseos, para retomar el sol y la memoria, para encajar este tiempo en mi historia y empezar a resolver el misterio de esta ciudad trampa

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