martes, 7 de mayo de 2013

Bonn: Altstadt, el barrio en el que vivo.

La primera vez que pisé Alemania fue en abril, a finales de abril del año 2007. No era normal, nos decían, el calor que estaba haciendo, y sería así, pero no nos importó demasiado a todos los que íbamos porque pudimos disfrutar del sol y de los paisajes alemanes, entre ellos la impactante Selva Negra. Además, acostumbrados a las altas temperaturas que se dan en Extremadura en verano, el calor de aquí sólo incomodaba porque no era esperado y nuestra ropa no era la más adecuada para soportarlo, por lo demás, felicidad.

Fue ésa la imagen que me llevé de aquí, el sol y el calor que todos decían que aquí no existía, así que, en cierto sentido, para mí, aunque sé que no es así, Alemania tiene algo de cálida.

Las demás veces que he venido, he ido descubriendo la niebla, el frío y la lluvia. La nieve. La vida de casa, con esa forma típica que tienen de crear ese ambiente casero con olor a madera y a vela y que, extranjeros de nosotros, seguramente nunca podamos crearlo.

Pero después del invierno siempre llega la primavera, y tras ver los árboles sin hojas, pelados por el frío y la lluvia, las calles atestadas de una nieve que primero es blanquísima y luego pasa a ser de un gris poco agradable por el paso de los vehículos una y otra vez sobre ella, tras ese frío que te invita a quedarte en casa con la calefacción y un té con aroma de canela, florece la vida. Y no es una metáfora de la primavera, no. No es sólo que los árboles se hayan cargado en menos de un mes de hojas verdes y relucientes, no es que Perséfone haya vuelto a la tierra abandonando el inframundo y Deméter la reciba con esta decoración imposible, aunque esto casi, porque cuando uno pasea por las calles en las que vive, las que ha estado recorriendo en invierno, procurando no resbalar, en la soledad de las noches, o de las mañanas, o del mediodía, esa soledad absurda e inconcebible para quien no nace aquí y no sabe que la calle no es el lugar para vivir, sino sólo una forma de llegar de un punto a otro, y las ve tan diferentes, siente que aquí sí ha llegado un dios, una diosa, que las ha hecho revivir. Entonces uno es capaz de entender que las religiones hayan existido, porque no es concebible, o no lo parece a simple vista, que lo que antes parecía muerto, el mismo espacio en el que la mayor belleza estaba en los edificios creados por el hombre, ahora tenga colores que van del verde al rosa, del blanco al rojo. No es sólo que ahora esas mismas calles se hayan vuelto vivas por los árboles, no es sólo que la naturaleza supere ahora con creces la imagen de las casas más o menos elegantes que ocupan el barrio de Altstadt en Bonn, no, es que ahora la primavera ha hecho algo de magia, la que sea y como sea que la haga, y no sólo llena de vida vegetal las calles y las plazas, sino que también la vida humana las atesta. Los bares, numerosos para ser Alemania, han sacado las mesas a la calle, cada rayo de sol se aprovecha con la mayor capacidad y, desde algo antes de la hora de comer, no hay prácticamente un resquicio de sol que no esté ocupado por quienes degustan cerveza Kölsch o cualquier otra. Hacia las dos de la tarde la comida y las cervezas han dejado ya paso al café, Eiscafé, dicen, café helado, porque la temperatura, que estos días está rondando los 20-25ºC, acompaña.

Parece que vivo en otra ciudad distinta, Bonn ya era bonita en invierno, pero en primavera, como le pasaba a la Alemania que conocí por primera vez, es preciosa, al menos el barrio en el que vivo.


3 comentarios:

  1. Pues, enhorabuena, pues. Has cambiado un pequeño pueblo precioso por una urbe, también preciosa.
    Saludos desde la calurosa baja Extremadura.

    ResponderEliminar
  2. Qué foto más bonita :)

    ¡Besos!

    ResponderEliminar
  3. Bonn,es la ciudad de Alemania, de las que nos enseñastes, la que mas me gustó sin lugar a dudas.

    ResponderEliminar