Europa no es Europa. Europa es más que un viaje, o que muchos. Es más que un hotel con muchas camas, y mucho más que una cama en muchos hoteles. Europa son los trenes que la recorren desde Brujas hasta Olomouc, y también aquéllos que van desde Olomouc a Moscú y aún desconocemos. Los que recorren el espacio conocido y el desconocido, los que nos llevan a la verdad, las esperas sinceras en las estaciones al aire libre.
Europa no existe, tampoco las concepciones de ella, si no se la camina.
Las caras en los vagones de hace sesenta años, las de ahora, las que sonríen a pesar de todo, las que por detrás, como una máscara de comedia griega, lloran, sin entender, sin saber por qué. Porque toda acción tiene dos resultados. Las caras de los miles de viajeros que hayan subido al mismo tren, a lo largo de muchos años, todas sus caras, mirándote reír, o llorar, pero observándote desde el silencio y el vacío. El calor de la calefacción, la aceptación. La risa sincera.
Europa se puede dividir aún en muchas mitades: este y oeste; contigo y sin ti; conocida y desconocida; rica y pobre; con euro y sin euro; con besos y sin besos. Pero aparte de todo eso queda Bratislava, indivisible, y sus calles y sus cuestas y su castillo, sus recovecos y sus piedras. Aparte están el chocolate y las literas, los intentos fallidos de un rato mejor, más íntimo, los abrazos necesarios, las estaciones con prisa.
A Europa no se vuelve, en ella se retoma el camino.
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