Cuando supe que por fin me vendría a vivir al norte de Alemania, a trabajar en un instituto de Baja Sajonia, no pude evitar sonreírme y pensar en Fernando Aramburu.
Sálvense, a partir de ahora y por supuesto, todas las enormes distancias entre el easonense -me gusta a mí esta palabra, oye- y yo.
Sabía, y sé, sin despreciarlo, que para escribir, para retomar el contacto que tengo perdido con la literatura (la mía y la propia, pero sobre todo la mía) es necesaria la soledad, y de eso en este país no suele faltar. Es cierto que las similitudes son para quien las quiera ver, y posiblemente en este caso no haya ninguna.
No es que sea un admirador incondicional del escritor, no he leído toda su obra, de hecho, han sido sólo tres libros y de los más recientes -Los peces de la amargura, como lectura obligatoria en Bachillerato, Viaje con Clara por Alemania y Años lentos, estos dos mientras vivía en Bonn- y reconozco que me gusta su literatura, aunque hubo algo en los dos últimos que no terminó de convencerme, como si la relectura de algunos pasajes no se hubiera llevado nunca a cabo. Esto puede ser, no obstante, consecuencia de haberlos leído con un ojo demasiado crítico. Es, en fin, un autor que me gusta, que me cae simpático -todo lo simpática que puede una persona a la que no conoces de nada, sólo a través de narradores y personajes inventados-, al que nombro cuando pienso en autores españoles y que, como yo, vive en Alemania.
Pues yo, que tuve la suerte de cenar con él, te puedo asegurar que merece la pena conocerlo. Nada pagado de sí mismo como suele ser habitual en el mundo de las letras. Conversador distentido, buen escuchador y, sobre todo, ameno. Fue un lujo hablar con él sobre fútbol, Unamuno y otro bilbaíno recientemente fallecido, nuestro admirado Ramiro Pinilla.
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