viernes, 18 de septiembre de 2020

Las primeras lluvias tras el verano

Los primeros días de lluvia después del verano me transportan a Bremen. Hay quien escribe mucho sobre el verano, sobre el actual y sobre los veranos felices de la infancia; del sol, las playas, los amores efímeros con olor a salitre, el pueblo y las amistades que permanecen impasibles al paso del tiempo y que se afianzan sólo en los meses estivales. No hay demasiado de eso en mi infancia, más bien al contrario. El verano es para mí la sombra de un cuarto del que huir del calor, es algún día de piscina y poco más.

El verano tiene, para mí, más que ver con la muerte que con la vida, tiene más de apatía que de alegría, más de desconsuelo que de libertad. La primera muerte familiar que tuve que penar fue en verano para certificar este sentimiento. Nada tiene que ver para mí el verano con los anuncios de cervezas y de gente en la playa, más bien llega con las noches de insomnio, el sudor y la escasa vitalidad, la desidia y el cantar de las chicharras, que anuncia un día perdido. Más tiene que ver el verano en mi imaginario con estar encerrado en casa para protegerse del sol que con salir a conocer mundo, a descubrir ciudades, paisajes, olores y sabores. Si el infierno existe, es un verano sin agua.

Así que, cuando llegan las primeras lluvias, vuelven las ganas perdidas de escribir, de leer, de viajar, de empaparme las botas, de ir de un sitio a otro. Pienso en los trenes que tantas veces tuve que coger en Alemania, los viajes repentinos entre ciudades, las excursiones de un lado a otro. Eso era la libertad. Hoy me ha llegado todo esto por las lluvias, pero también porque he entrado en una tienda de una cadena alemana en Zafra. Alemana de verdad. Completamente alemana. Los colores, la decoración, los productos… Era como estar realmente en cualquier ciudad bávara, o sajona, cualquier sitio que no fuera éste. He pensado, entonces, en la globalización y en lo fácil que es estar en un sitio hoy y en cualquier otro mañana. O lo era. A la vista está que ahora, lo mismo, no lo es tanto.

También he pensado en Delmenhorst, en esa pequeña ciudad en la que trabajé durante dos cursos y cuyas calles comerciales se iban vaciando poco a poco. Hoy estaba así la calle Sevilla de Zafra: si la crisis hace mella, la lluvia no creo que sea buena para los comerciantes. Yo me sentía, sin embargo, más en casa que en otros momentos. Los pocos compradores se protegían con paraguas y chubasqueros y yo los miraba echando de menos mi chaquetón rojo, ya casi desahuciado entre la ropa de invierno, pero caminando a paso lento por el centro de la calle, como inconsciente del agua, porque nada mejor que sentirse en casa para descuidarse.

Llevo años de un lado a otro, de una ciudad a otra, de una casa a otra, buscando y huyendo, casi siempre por necesidad, otras por cabezonería. Ahora la costumbre y la precariedad hacen que estar quieto sean más una traición y una utopía que un deseo realista. Y hoy, después de un verano completo aquí, durante unos segundos, he sentido plenamente estar rodeado de hogar, éste y otros, todos, en mitad de la calle, bajo la lluvia.

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