lunes, 1 de junio de 2020

Cuarentena XVIII: el verano, los ríos, Sevilla y yo

Mayo ha pasado sin pena ni gloria y la nueva normalidad está a punto de llegar, dicen. Ya es junio y está aquí ese calor eterno de las tardes de verano. Casi se pueden escuchar las chicharras con su ruido triste y solitario. Parece que ya los campos se han teñido de amarillo y ni siquiera los he visto, pero lo siento. 

Del calor sólo me gustan los cuerpos, la impúdica desnudez que viene con él, la naturalidad con la que se asumen un torso o unas piernas, con la que se asumen, las figuras. El verano pasado fue de playas nudistas y silencio en calas pedregosas, semiocultas, como si lo que sucediera allí fuese algo prohibido. Fue un verano de sol como hacía mucho que no vivía: mis veranos suelen ser de sombra. En el interior, lejos de la costa, el verano obliga a la calma y las noches sirven para la vida, así que el día pasa en la oscuridad de una casa con las persianas bajadas. Todo duerme durante el día para recobrar el tiempo durante la noche. Es obligatorio huir del sol si se quiere sobrevivir. Este verano volverá a ser un verano interior, imagino. 

La pandemia lo ha cambiado todo. Yo debería estar preparando mi maleta para unos meses de trabajo y viaje por los Balcanes: Croacia, Bosnia-Herzegovina, Serbia, Macedonia... Y sin embargo estoy empaquetando los libros para volver al pueblo por un tiempo indefinido. Podría conformarme con el calor de Sevilla, pero tal vez el encierro en el pueblo sea más productivo para la tesis y demás proyectos que empiezan a coger (re)tomar un sentido. Éste será el último verano de tesis y no hay opción a perderlo. El trabajo de investigación en Zagreb tendrá que cambiarse por el trabajo de escritura en casa. Funcionará, espero. 

La cuestión es que no será un verano de desnudos y sol, ni será un verano hispalense: toca también abandonar mi cuarto piso en tres años en la ciudad. Dice mi compañera M. que alguien le dijo alguna vez que ésta era una ciudad trampa, que ella lleva treinta años yéndose y al final siempre encuentra un motivo para quedarse. Yo llevo tres años buscando motivos para quedarme, para convertirla en un hogar, y ahora que parecía estar cerca de conseguirlo, el mundo conspira contra ello. 

Me marcho creyendo que volveré en algún momento, pero con la sensación de que siempre he estado de paso. La seguridad sobre una vuelta duradera es aún incierta y la decisión tampoco ha sido sencilla, pero parecía lo más sensato para tratar de sacar todos los propósitos del verano adelante. 

Ayer salí a pasear por Sevilla y estuve varias horas vagando sin rumbo. Tuve la sensación de que echaré de menos algo de esta ciudad, pero aún no sé el qué. Vivir en el centro me ha proporcionado la posibilidad de conocerla sin turistas, sin ruido, sin el ajetreo eterno; no ya por la cuarentena, sino porque he podido evitar las calles abarrotadas, he podido pasear sin rumbo fijo, sin importarme dónde iba a aparecer, siempre eligiendo la calle más desconocida y menos transitada: más de una vez he llegado a calles sin salida y en algunas ocasiones me he enfrentado a mi institno y he tenido que sacar el teléfono para poder encontrar el camino de vuelta a casa. Tal vez sea eso lo que vaya a echar de menos: poder perderme. Aunque, qué más daría, si la vida es sólo estar perdidos. 

Leía el otro día en un poema de Izet Sarajlić que "Nosotros maldecimos, blasfemamos, conscientes de que nunca podrá convertir / el Miljacka en el Guadalquivir o en el Sena". Al leerlo tuve la sensación de que todos los ríos son el mismo río, que el Guadalquivir se ha convertido para mí en el Tormes, en el Rin y en el Weser, tal vez incluso en el Neckar. ¿Y si es por eso que esta ciudad aún no ha sido hogar? ¿Y si es que aquí he buscado y busco encontrarme con otras aguas y otros tiempos? Parecía que ahora encontraba las aguas del Guadalquivir y no otras, pero la ciudad trampa me deja escapar una vez más.

Habrá que ver si hay reencuentro, y si es definitivo. 

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