jueves, 7 de mayo de 2020

Cuarentena XVI: polvo en los escaparates

He montado un refugio en casa desde que estoy solo. Abro las puertas del balcón y dejo entrar el aire de la noche en el salón. 

La magia del refugio se rompe sólo un rato en la noche. Escucho el ruido del vehículo aspirador, delante del que dos operarios, casi siempre operarias, escupen agua a presión con unas mangueras finas como bichas. Me pregunto cuántos litros de agua gastarán en limpiar el centro de Sevilla. Sólo el centro, eso sí. Poco después se escucha llegar el camión de la basura, que apaga con su estruendo la música que ambienta mi silencio. Observo cómo ondean lentamente las cortinas, cómo se mecen ligeras ante la poca brisa. ¿Se mecen ante ella o frente a ella? 

En la calle, durante el día, ha vuelto un poco de ajetreo, motos que van y vienen trayendo paquetes de a saber qué cosas, bares que empiezan a prepararse para reabrir, la vida que vuelve a fluir. Pero por la noche sólo estamos los trabajadores de la limpieza y yo. Desde aquí no se ven luces en ninguna casa a esta hora. 

Me pregunto, entonces, cuántas casas estarán desiertas, cuántas almas faltarán a estas calles hoy por haber acogido a viajeros pudientes hace no tanto. El centro de Sevilla, siempre bullicioso, no es testigo de una ciudad viva, sino, más bien, de una ciudad activa, que no es lo mismo. Lo vivo crece y se reproduce. Más tarde muere. El centro de Sevilla se compone de pisos vacíos, de espacios huecos, carentes de significado, se mueve - se movía - pero la vida ya no es una real, sino impuesta. 

Imagino un tiempo en el que las calles tortuosas tuvieran un sentido no meramente estético, no meramente turístico. Esas calles sinuosas terminan dando a grandes avenidas, carentes por completo del sentido de la vida en una ciudad de sol y sed como ésta. 

Hoy, por la noche, he salido a pasear durante algo menos de una hora por esta ciudad y he sentido un poco lo que, imagino, se debería sentir en sus rincones cuando se crearon: la ciudad quiere estar hecha para el día, el silencio de las calles zigzagueantes, las inexistentes paralelas que huyen del sol directo en las jornadas más bochornosas del verano, las plazas estrechas que retoman el aire tras el calor... todo ello habla de la paz de la noche y el bullicio del día. Pero todo en otra época.

Ahora Sevilla es un no-lugar buscado conscientemente, un aeropuerto en el que no se vive lo real, sino lo recreado. Orgullosa, la propia arquitectura se niega a ello, pero el mercado ha llegado para reclamar su parte. Estos días, sin embargo, la ciudad está más limpia y más pura, y si uno se aleja un poco de los espacios masificados, ocupados por la geografía del capital, Sevilla se vuelve cercana y exótica. 

Los escaparates se han llenado de polvo: el paso del tiempo hace más daño al consumismo que a la esencia. 

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