Es 9 de noviembre de 2014. La ciudad por la que me muevo, entre el frío recién estrenado de un otoño que llega más bien tarde, es Berlín. Pero en mi mente no es ni esta fecha mientras camino. Aleatoriamente pienso en 1989, en el 9 de noviembre de ese año, y en 2010, en otra de mis visitas a la capital alemana.
Los pasos que doy me llevan a un destino concreto, no es demasiado temprano, pero es domingo y poca gente hay en la calle a las diez de la mañana. Desde Kottbuser Tor hasta mi destino, un Kindergarten en Kreuzberg, hay poco más de quince minutos al ritmo que llevo: mochila cargada hasta arriba a la espalda, paso liviano y tranquilo; dejo que me roce el aire fresco en la cara, con las manos en los bolsillos y el gorro encajado hasta las orejas.
Esta vez estoy aquí por dos motivos que me recuerdan a dos fechas completamente diferentes que no tienen nada que ver más que la ciudad. Uno de ellos, el conocido, saldrá en todas las televisiones mañana, balones flotando por los aires, la celebración de la caída del Muro de Berlín, el otro, el desconocido, no aparecerá en ningún lado, no será más que un recuerdo dentro de unos años, más que unas líneas -éstas- escritas para mencionarlo.
Mientras que para uno de los dos, ya pasado, se amontonan cientos de turistas, miles de personas en las plazas más importantes de la ciudad y fotografían desde hace varios días los lugares más típicos y conocidos de Berlín, para, simplemente, recordarlo -como he hecho yo también, no lo olvido-, yo me muevo ahora mismo en dirección opuesta, a un barrio en el que los extranjeros están por necesidad, no por "capricho", a ver la realidad en la ciudad, un pequeño fragmento de ella, como poco.
Y es que a pesar del valor histórico del primero, lo que cambió la historia ya sucedió, y 25 años no son más que una sucesión de días, minutos y segundos desde el momento importante, desde que Günter Schabowski anunciara de aquella manera que el muro quedaba abierto, y tener un destino para el ahora, este destino concreto, en estas calles es, de alguna manera, una experiencia vital, que puede cambiar algunas cosas o no; pero es propio, y lo prefiero.
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