En el centro donde trabajo hay un mural en el que se puede leer Carpe diem. Está pintado justo en el hueco de la escalera entre la primera y la segunda planta, al ladito de la puerta de entrada principal del edificio, que no del centro. Ya lo había visto, el primer día, gritando fuerte a quienes pasan por delante (más bien, debajo) a diario que los días están para agarrarlos bien fuerte, para vivirlos, para juntarnos con aquéllos que nos suman y no con quienes nos restan. Es extraño, en cualquier caso, esperar que la vida haga algo por ti si no has dado nada antes tú por ella, si no le has mostrado que estás dispuesto a arriesgar un mínimo.
Hay quien se niega a vivir de alguna u otra manera, quien se pone barreras y se opone a sí mismo, que es responsable en todo momento, que busca evitar cualquier sufrimiento, pero no sirve de nada no arriesgar, no buscar y no encontrar. Estoy dispuesto a cambiar de opinión a cada momento, a contradecirme, a enamorarme una noche y nunca más, a olvidar el mundo y recordarlo, a no saber dónde vivo y dónde no, a gritar y buscar la respuesta menos lógica a cualquier problema, algo que resuelva el simple hecho de que nos preocupamos más por el sufrimiento que por la felicidad, por evitar la voz que nos grita con fuerza que salgamos a vivir ahí afuera, que salgamos a darlo todo, a recibirlo y pedirlo todo, que no escatimemos en gastos, que es mejor pedir perdón que pedir permiso, que los besos los dan gratis, pero que los llantos también, que la vida es sólo ésta, que la amargura se la lleva la invisibilidad del tiempo, que el recuerdo es la vialidad propia, que el sol brilla cuando brilla, sin excepción, sin saber por qué, cuando menos se lo espera, cuando menos se lo quiere. Porque sólo se trata de sumar, de mirarle a los ojos a la vida. Y conquistarlos.
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