domingo, 6 de abril de 2014

Miles de kilómetros

Que me gusta conducir no es ningún secreto para quienes me conocen. No tengo muy claro por qué. Quiero decir, no sé qué atractivo hay en sentarse frente a un volante de un coche cualquiera, abrocharse el cinturón, quitar el freno de mano con la primera ya metida, pisar el embrague, girar la llave y, cuando el motor ya suena, pisar poco a poco el pedal derecho, el acelerador, y cambiar de marcha cuando el coche lo pida, porque lo pide. No sé qué es, imagino que la sensación del movimiento, saber que llegaré a otro sitio a decenas, cientos de kilómetros de distancia, aunque tras ellos, luego siempre haya que volver a casa, sea donde sea que esté la casa. 

Lo importante es llegar, dicen, no lo sé, a mí me excita el hecho de ir, recorrer carreteras que no sabía que existían, parar en ciudades que desconocía, en áreas de servicio en las que una camarera cansada de la vida en la carretera, ni siquiera te mira a la cara, o, al contrario, camareras que te sonríen y alegran esa parte del camino que habías estado haciendo solo, pensando en la vuelta o en la ida, en la pérdida o el desconcierto de llegar sin saber cómo o porqué o si está bien bajar del coche al llegar o sería mejor darse de una vez la vuelta y no esperar a la agonía o la felicidad. Porque cuando se llega a un sitio no se sabe lo que lo espera a uno, sólo se sabe lo que uno espera esperar, el deseo o el miedo: las expectativas, para bien o para mal, son lo único que guían la llegada. Sin embargo, el camino lo guiamos nosotros, podemos retrasarlo, acelerarlo, frenar aquí o allí, tomar esta carretera o la otra, adelantar a este coche o no hacerlo. El camino es nuestro, mío. Quizá sea esa la clave, la falta de responsabilidad con la que hacemos lo que hacemos cuando vamos, pero no ya cuando estamos, porque, ¿quién nos pide un camino, una velocidad, una marcha u otra entre dos puntos? Nadie. Pero una vez allí, alguien espera, alguien pide algo de nosotros, alguien nos maldecirá por dejar algo de lado. En calles desconocidas, alguien nos guiará, pero en carreteras muertas, nadie más que nosotros puede elegir los pasos. 

Hay kilómetros por delante, ciudades que nos bendicen y nos castigan al llegar, pero mientras tanto, antes de parar el motor, poner el freno de mano, desabrochar el cinturón y bajar del coche, antes de todo eso, los kilómetros serán el camino, serán, quizá, también la respuesta. 

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