Por alguna razón, me interesan los lugares de paso, los mismos que a veces son de partida o de llegada. Me interesan las estaciones, los aeropuertos, los puertos y las aceras. Esos lugares que dejan a alguien atrás, mientras nosotros, o ellos, otra persona, distinta a la que se queda, avanzan en un sentido u otro, hacia este o aquel lugar.
Hay gente de la que te despides cuando se pone el sol, mientras en otro sitio, dicen, alguien espera, a la mañana, tal vez. A veces, sin embargo, allí no nos espera nadie, y nos quedamos en la soledad de las calles, unas u otras, soportando el peso de la culpa, de la despedida, del adiós sincero, del adiós con prisas.
Sin embargo, en ocasiones, esas despedidas no son como esperábamos, son antes -quizá después, las menos veces- de tiempo. Quizá ni siquiera llegan a ser, como si no hubiera que despedirse de nada o de nadie. Y el nudo en la garganta llega después, e intentas deshacerlo llegando a la carrera a la estación antes de que salga el tren - quizá un 28 de febrero 2013-, o llega y no se va, permanece mientras bebes intentado hacerlo bajar, y tragas saliva y avanzas ligero, conduciendo por la autovía, huyendo hacia el sur, por ejemplo, dejando atrás una despedida inexistente, o sin conducir, dejando atrás unos ojos a medio llorar, en mitad de la calle, sin huir, sólo yéndote.
Hay muchos tipos de despedidas. En algunas se prende fuego a los colchones, en otras se espera una postal de vuelta y salen las cuentas, en algunas pasan huracanes y lo destrozan todo, mientras que en otras, simplemente, se ven caer las hojas, sin prisa, como lágrimas, sin siquiera sollozos.
Por alguna razón, me interesa la vida.
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