Me gusta el contacto real, a pesar de internet, a pesar de lo que facilita las cosas, he preferido, siempre, mandar cartas, quedar, escribir una postal desde un lugar más o menos lejano para dar a entender que, de verdad, tengo presente a alguien.
En el verano de 2012, sin embargo, en un tiempo que pasé en Wittenberg, tenía entre manos una carta difícil, la escribía y la reescribía, la leía, la rompía y recuperaba frases. Nunca escribir algo me había costado tanto esfuerzo y tantas dudas.
Creo que por cuestiones de tiempo, y creo que nunca terminé de escribir la carta en Wittenberg, creo que me faltaba darle un final solamente, cerrar con unas pocas palabras más, sinceras y concisas, una carta de un par de hojas, difícil de escribir, pero también, seguramente, de digerir. Por cuestiones de cabeza, creo, olvidé la carta allí, lo que llevaba ya escrito, casi todo lo que había que decir, ya por fin bien dicho. Creo, digo, porque no pude encontrar la carta cuando llegué a España, y estoy casi seguro de que nunca la envié, de que no llegué a terminarla. Casi seguro, digo, porque el pasado se reconstruye en la mente de muchas maneras, modificamos el pasado para adaptarlo a nuestras necesidades, para ahorrarnos sufrimiento o para engañarnos a nosotros mismo, diciéndonos que somos mejores personas sin serlo del todo.
El caso es que, hoy, desde hace tiempo, recuerdo aquella carta, recuerdo su contenido, pero ya era demasiado tarde a la vuelta para escribirla de nuevo, ya no tenía sentido reescribir lo que tanto me había costado decir, buscar de nuevo las palabras que tanto me había costado encontrar. Nunca la terminé, creo, y nunca la mandé, casi seguro. Y casi seguro, también, porque no hubo respuesta. Más tarde es ahora, pero, de todas formas, aun pienso en ello y me deja mal sabor de boca saber que nunca leíste aquellas palabras. La tirarían, la carta, las palabras, desapareció todo en aquel plattenbau, y la historia quedó a medias, terminó de la peor manera.
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