lunes, 1 de febrero de 2021

Croacia XV: distancia, relaciones y un buzón

Aunque salga el sol hace frío en Zagreb. Esa sensación a veces me recuera a Salamanca, cuando la luz del día pega en la cara y has olvidado las gafas de sol en casa y te ves obligado a cerrar los ojos, pero a la vez el frío es punzante y directo, como si decenas de pequeñas agujas se clavaran con cada paso en la piel. Me costó acostumbrarme a ella y ahora vuelve estando aquí. Salgo poco a la calle. Entre la pandemia, que lo ha dejado prácticamente todo cerrado, y el frío, donde más apetece estar es en casa, con la calefacción encendida y con un té caliente. La cantidad de variedad de tés visible en la balda que me sirve de despensa se va agotando. Eso es síntoma de que el tiempo en Zagreb se va acabando y no todo es o ha sido como esperaba.

Imagino que hay quienes, en casa, han sido capaces de aprovechar mucho el tiempo, quienes no se han distraído y quienes han sentido que sus vidas tenían cierto sentido. Mi caso no es así. Es cierto que mi vida no ha cambiado demasiado, que sigo estando en casa la mayor parte del tiempo y que salgo entre poco y nada, como antes del virus, pero la posibilidad de salir lo cambia casi todo. El hecho de poderse ir a tomar un café y ver caras nuevas, sensaciones, olores, ver que la vida pasa, eso, aunque no sea nada especial, le da cierto sentido a los días. Me ha costado adaptarme, no lo puedo negar. El desánimo se apodera a veces de mis días, como si tener todo el tiempo del mundo en casa lo único que consiguiera es agotarlo rápidamente. Hay días que pasan sin que suceda nada, días en los que me siento delante de la pantalla y no consigo una sola línea útil, otros en los que no entiendo nada de lo que leo, como si la cabeza no estuviera donde está, sino en cualquier otra parte.

Es sencillo, imagino, vivir en cualquier otra parte estando así, tan unidos, con esta hiperconexión que nos hace saltar de un lugar a otro, de una pantalla a otra, de una imagen a otra, en territorios tan dispersos. Ya era sencillo antes, pero ahora lo es más: cuando el mundo cercano se cierra, se abren otros mundos a través de internet. Cientos de imágenes, de textos, de películas, de imágenes. Es muy fácil huir de la desidia y la aburrida y casi absurda realidad en la que nos encontramos: alguien pide un café telemático, cuatro o cinco conversaciones se abren a la vez en whatsapp. Todo eso está presente y a la vez no. Vivimos con el cuerpo aquí y la mente en otra parte. Eso no es –no me parece– realmente sostenible.

Pienso esto cuando veo buzones de correos, esos elementos amarillos que parecen usarse cada vez menos y que, sin embargo, ahí están, no desaparecen. En Zagreb tengo la sensación de que hay bastantes más que en cualquier otra ciudad en la que haya estado. Al menos en el centro aparecen cada poco. He mandado alguna postal desde que estoy aquí, tal vez por eso me fijo tanto en ellos. Hace unos días, sin embargo, me fijé concretamente en uno y me quedé mirándolo largo rato. Pensaba en esto que digo, en la rapidez con la que nos conectamos, en la forma de mantener todo tipo de relaciones a pesar de la distancia, en las reuniones telemáticas, cafés con amigos que están en la otra punta del continente, las discusiones y los reencuentros gracias a internet. Hacemos como que estamos, pero realmente es difícil estar: nos vamos sin irnos, nos quedamos habiéndonos ido.

Miraba ese buzón porque tenía un montón de cartas encima. Al principio me pareció extraño, pensé en los contenedores de basura, cuando están llenos y empiezan a acumularse las bolsas a su alrededor. Me pareció curioso, que alguien dejase ahí las cartas por la imposibilidad de seguir alimentando ese pequeño cajón amarillo. Resulta que, en realidad, ese contendor de misivas en realidad estaba roto o, como poco, mal cerrado: la tapadera inferior, la que el cartero croata debía abrir para obtener los mensajes destinados a cualquier parte del mundo –facturas, cartas de amor y de odio, informes de hacienda o cualquier otra administración– estaba abierta. Supuse, pues, que alguna buena persona había recogido las cartas del suelo y las había posado sobre el buzón, creando esa escena que me pareció de lo más curiosa.

El buzón, pues, no cumplía alguna de sus funciones, como la de garantizar la pervivencia de los secretos que se encontraran dentro de los sobres o la de resguardar a las cartas de las inclemencias del tiempo. Lo primero me preocupó sólo a medias, aunque de ahí podrían salir muchas historias, ciertamente; pero fue lo segundo lo que me dejó pensativo frente al buzón. Pensamos primero, siempre, lo que nos afecta en primera persona, está claro, y yo había usado ese mismo buzón para mandar una postal hacía escasos días, así que imaginé qué pasaría si no llegara a su destino. Nadie espera la postal, realmente, así que esa persona no quedaría desilusionada, pero la posibilidad está ahí. Pensé, entonces, nuevamente en la inmediatez, en la seguridad que nos da saber que un mensaje llega, que estamos conectados con otra gente, con jefes, familia, amigos, pareja… ¿Qué pasaría de no ser así?

Imaginé por un momento que lo que yo mandaba era importante, que era algo que alguien tenía que recibir, o que era una carta de amor, o simplemente una carta anunciando mi bienestar a mi familia. Es posible que hubiera desaparecido con el viento, o que hubiera llovido y se hubiera estropeado por completo, la dirección fuera ilegible y, entonces, ya no hubiera manera de que esa carta que yo estaba convencido de haber mandado llegara a su destino.

Hace tiempo que no somos conscientes de lo que supone estar desconectados, en el buen y en el mal sentido. La soledad, la incertidumbre del día a día, la incapacidad de mantener los vínculos con continuidad nos permiten también centrarnos en nosotros mismos, conocer también nuestro alrededor, descubrir nuevas aficiones, nuevos rincones de la ciudad en la que ahora vivimos, nos obligan a reinventarnos. Sin embargo, huimos de todo ello por la seguridad que nos ofrecen las relaciones que ya conocemos, aunque estén a miles de kilómetros y eso acaba creándonos una suerte de burbuja de la que no es tan sencillo escapar.

Las cartas, me decía a mí mismo frente al buzón, no sólo sirven para mantener las relaciones, sino que, además, no son tan intrusivas, permiten mantener la distancia y el espacio propios, permiten la conexión y el tiempo que ahora tenemos y no siempre aprovechamos. Además, enviarlas requiere cierto esfuerzo físico, vestirse para salir a la calle, abrigarse contra el frío aunque haga sol, y acercarse al buzón más cercano con absoluta y solitaria calma, aceptando esa parte no tan desagradable que tiene de incertidumbre la vida.  

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