Se dice que se tiene una espina –o espinita– clavada cuando algo que se querría haber hecho o conseguido, aún no se ha tachado de esa lista imaginaria que tenemos todos. Esas espinas pueden ser varias y diversas: una lengua que nunca se estudió lo suficiente, un beso que no se dio y quién sabe qué historia se perdió, una carta que no se escribió, un trabajo que no se aceptó en su día, un viaje que no se hizo… Me gusta la versión de la espinita, porque parece que le resta valor cuando, en realidad yo diría que se lo otorga.
Hace unos días yo tenía una espinita clavada en la mano derecha, de las que no son metafóricas, era una hebra de enea de un sillón que tenemos en la cocina de la casa en la que vivo en Zagreb: arrastré la mano imprudentemente por el asiento y me traje conmigo una pequeña espina de ese material que no es madera, pero se le asemeja. Parecía inofensivo, pero a los dos o tres días, al pasar la mano por cualquier sitio, al tocar la parte en la que tenía la espina (justo en la zona a la que alcanzaba mi índice al recoger los dedos sobre la palma, con las uñas hacia la muñeca) el dolor se dejaba notar, la zona empezaba a enrojecerse y a molestar constantemente. Con ayuda de unas pequeñas pinzas, paciencia y algo de fuerza bruta conseguí sacar la minúscula espinita que se me había clavado y a la que en un primer momento no di importancia, pero que comenzaba a hacer bastante daño. Por eso digo que, en realidad, que sea más espinita que espina, al menos para mí, le otorga valor a la expresión, porque cuanto más pequeña, más inofensiva parece (aunque no siempre lo sea), menos atención se le presta y más difícil de extraer resulta.
En Croacia nada ha salido como esperaba, pero yo tenía mi propia espina: viajar al sur, a la costa, a conocer los lugares de los que tanto había oído hablar. Los últimos meses han sido bastante duros en cuanto a trabajo, el cansancio de toda esta situación extraña se nota más que nunca, aunque no siempre sea consciente. La apatía está presente en el trabajo, en las relaciones, en el día a día, en todo lo que hago y dejo de hacer. Muchos darían lo que fuera por sentarse en un autobús y lanzarse al viaje, yo, sin embargo, esta vez hubiera preferido quedarme en casa. No sé si preferir es el verbo adecuado, pero está claro que esta vez me ha costado tomar la decisión de abandonar la cotidianeidad. A veces, sin embargo, hay que dar un primer paso, hacer algo que a uno no le termina de apetecer o para lo que se siente carente de valor o fuerza.
Siempre me gustado ver el viaje como cuenta Kavafis, no como un trayecto, sino como un destino en sí mismo. Viajo o, simplemente, me muevo para encontrarme, para estar conmigo, para enfrentarme a lo que no conozco y a lo que me hace depender sólo de mí. Tal vez por eso me gusta más viajar solo que con gente, tal vez por eso me siento más libre cuando viajo solo. Porque no tengo que cumplir las expectativas de nadie. No espero ver tal o cual monumento, no espero comprar en esta o en aquella tienda ni probar tal o cual comida: llego, paseo y observo, entro donde me apetece entrar, como lo que me apetece comer, compro lo que me apetece comprar. En los viajes tengo tiempo para estar conmigo mismo, para preguntarme a mí mismo qué prefiero, adónde voy, qué camino elijo, o simplemente para dejarme llevar y que sea lo que tenga que ser. ¿Estuviste en tal sitio y no entraste en la iglesia de no sé qué?, me preguntan con frecuencia. Efectivamente, suele ser la respuesta, a la que sigue un sincero no-me-apetecía.
Llego a los lugares sin haberme informado antes más que por encima: no sé qué hay que ver ni dónde, ni cuánto cuestan las entradas… ni siquiera miro cómo o dónde hay que coger el transporte que vaya del aeropuerto al centro o viceversa. Ya llegaré, ésa es siempre la respuesta que suena en mi cabeza. Voy con los ojos abiertos y en silencio, con los oídos puestos en el sonido del mar o del tráfico, o en los que salen de las bocas de los transeúntes en una lengua que conozco o desconozco. Trato de escuchar. Tal vez suene egoísta, pero la presencia de otra gente, en según qué viajes, me estorba para mi propio propósito: ver, escuchar, oler… Más que viajero o turista me gusta pensar que soy un espectador. Podría pasar días en absoluto silencio y tal vez sea, inconscientemente, lo que busco.
Habitualmente trato de encontrarme conmigo: resulta más sencillo de hacer si uno se obliga a sí mismo a salir de la rutina, pero este viaje lo veía al principio como una huida, como si no quisiera enfrentarme a lo que hay ahí afuera, a las decisiones que hay que tomar en el día a día, como si irse fuera garantía de no pensar en uno mismo, o como si las dudas y los problemas se solucionaran con la partida. En cualquiera de mis viajes podría pasar horas observando cómo un barco se aleja del puerto, cómo otro llega y el marino, antes de desembarcar, lava los pescados, los abre, los limpia de vísceras, uno a uno, al resguardo de su mínima techumbre de plástico, o cómo otro danza de barcaza en barcaza y cómo anima a su perro a subir a bordo y juntos terminan alejándose del puerto mientras me pregunto qué hará un perro en mitad del mar. Ahora, sin embargo, la contemplación es mucho más difícil, con el silencio me asaltan las preguntas inciertas del presente y del futuro más cercano. La incertidumbre está ahí y normalmente no me acosa, pero este tiempo extraño lo cambia todo, nos hace buscar certezas a quienes llevamos mucho tiempo sin tenerlas y empezábamos a acostumbrarnos.
En esa huida he llegado a Split y ni siquiera sabía qué esperar de ella, conocidísima como destino vacacional. Es la segunda ciudad más poblada de Croacia con algo menos de doscientos mil habitantes y casi todos los autores que he leído en los últimos cuatro años hablan antes o después de ella y de sus veranos en la zona. Algo había leído, pues, de ella, pero me la imaginaba más como una Marbella croata, y nada más lejos de la realidad –aunque, añado la coletilla–, al menos en estos tiempos. También es cierto que nunca he estado en Marbella, pero no me la imagino con un mausoleo enorme en honor a un emperador romano –Diocleciano– reconvertido en catedral, redonda y pequeñísima, como si reunirse en ese templo fuera algo sólo para unos pocos elegidos. Tampoco imagino Marbella con ruinas romanas en mitad de la ciudad, por todas partes, columnas y más columnas, ni con islas frente al puerto, como si tratara de una prolongación del terreno ocupado, como si lo que vemos aquí tuviera su contraparte al otro lado, de tal manera que el mar incitara a adentrarse en él con la seguridad de que al otro lado nos están esperando. Me fascina ver ahí de frente, tan cerca y, sin embargo, tan inalcanzables sin los medios adecuados, las islas; y me absorbe la tranquilidad que se respira aquí, como si fuera verano sólo para unos pocos. En la Riva, el paseo marítimo de la ciudad, algunas tiendas están abiertas, las cafeterías y panaderías tienen su ya tipiquísimo servicio para llevar y a las puertas se concentran croatas y más croatas, como si hubieran recuperado lo que, imagino, hace no tanto era de otros. Aquí la mascarilla no es obligatoria en espacios abiertos y eso le da un aire de normalidad a este espacio; las sillas amontonadas y las sombrillas cerradas se lo roban y se convierten en la muestra más clara de la realidad temporal en que vivimos.
Split da una imagen mucho más viva que Zadar. Imagino que la cantidad de habitantes juegan a su favor, así como el hecho de que sea lunes. Esto será injusto para Zadar, supongo, pero no puedo hablar de lo que no conozco, no puedo decir tampoco que Split sea sucia y ruidosa, como he oído ya otras veces, porque no lo he visto: a mí me parece una ciudad limpia, amplia, luminosa. Entre estas calles estrechas y ensombrecidas en cuanto el sol empieza su camino a occidente, uno, si no quiere perderse, ha de mantenerse atento y con la mirada adelante en el espacio, en el presente en el tiempo. Es la manera que ha tenido este viaje de reencontrarme conmigo: obligarme a orientarme entre calles de piedra blanca y pulidísima por las pisadas, entre muros altos y gruesos con columnas de otros tiempos. Estás aquí, o lo tomas o lo dejas. Está claro que no es el mejor momento para viajar, al menos a mí no me lo parece y, sin embargo, llegar a Split, tomar el sol junto al puerto y terminar emprendiendo camino hacia el sur ha sido una forma de conectar de nuevo con el mundo ahí afuera. Podría decirse que una espina menos.
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