sábado, 20 de febrero de 2021

Croacia XXI: Dubrovnik (II)

Las escaleras ocupan gran parte de la ciudad de Dubrovnik, hay que ir preparado y descansado para subir hasta el alojamiento. Entrando por la puerta de Pile, que lleva directamente a la fuente construida por Ivan Meštrović, todas las calles que se van presentando a la izquierda hasta la Plaza de la Logia están compuestas por escalones de piedra antigua, rayada en muchos casos, imagino que para evitar un resbalón fatídico. En una de estas calles, la Antuninska Ulica, se encuentra la casa en la que me quedo la segunda noche de mi breve estancia en Ragusa. Cada una de estas calles funcionaba en tiempos como un pequeñísimo barrio en el que los vecinos se ayudaban en su día a día. Son calles estrechas, de aproximadamente un par de metros de ancho, y en ellas se ven tendales de ropa de pared a pared que, para aprovechar más el espacio, se colocan en diagonal y no justo de frente. Un cartero pasea las calles buscando las casas de los destinatarios de esos sobres que parecen antiguos y sin embargo son la nota más moderna y más viva de lo que sucede entre estas piedras.

Las escaleras más conocidas de Dubrovnik, sin embargo, son las que suben a la muralla, espacio restringido a aquellos que pagan una entrada nada barata. Las 200 kunas, pienso, me parecen excesivas, pero habrá que pagarlas, uno no puede irse de esta ciudad sin recorrer las murallas, y menos estando tan vacías como están, como si fueran un lugar privado. Cuando me acerco a la taquilla, descubro agradecido que aún no me ha caducado el carné joven y que, sorprendentemente, a punto de que se me vaya la juventud impuesta por las administraciones, va a ser la primera vez que me resulte verdaderamente útil. Las 200 kunas que hay que pagar se convierten en 50 y yo me siento extraña y económicamente triunfante.

Pasear por la muralla es como pasear por el pasillo de casa, nada que ver con las anécdotas que me habían contado. El barullo, el ruido, la imposibilidad de subir… nada de eso existe. Estoy solo sobre estas piedras, tres personas graban algo, seguramente promocional o algún tipo de reportaje. No entiendo nada, pero ésa es la actitud que se les intuye. Buscan el mejor encuadre, la mejor imagen, el mejor fondo… Esas tres personas y luego dos parejas son las únicas personas que me encuentro en mi recorrido de algo más de una hora a lo largo de la ronda. A lo lejos, un acordeonista interpreta la introducción de Juego de Tronos y trata de transportarnos a la ficción a quienes la escuchamos. Pero aquí no hay dragones ni barcos gigantes, ni fuego ni espadas. Sólo unos gatos recorren los jardines de las casas de intramuros y se reúnen al otro lado de la muralla, sobre las rocas, cerca del mar, como si tomaran el sol. Sus maullidos y el piar de unos pocos gorriones es lo único que se escucha sobre el oleaje. El sol calienta y estar aquí parece más propio de un sueño: nada sucede, el tiempo ni siquiera pasa, nadie habla. La muralla es sólo mía a cambio de poco más de seis euros. Mía y de San Blas, presente casi en cada esquina, en cada puerta, vigilante frente al mar.

Desde la muralla, sin embargo, se ven dos mundos distintos, tal vez incluso tres. Por un lado, la ciudad muestra su versión más amable, conventos, techos limpios y un brillo extraordinario proporcionado por el sol; por otro, el mar, calmado y omnipresente, fusionado con el cielo en el horizonte, como si no sólo se extendiera hasta el infinito, sino que también nos recubriera por completo. Escaso de nubes, sólo las pequeñas barcazas marcan el mar al horizonte. La isla de Lokrun muestra solamente uno de sus extremos, dejando ocultos sus secretos, conservando para sí el misterio de lo que contiene, obligando al visitante a desplazarse a ella para conocerlos: sólo árboles y más árboles se ven desde la fortaleza frente a ella. El otro mundo que se puede observar desde la muralla es el de la vida y decadencia: casas vacías, ventanas rotas y escombros acompañan a casas habitadas y ropa tendida que podría alcanzarse sólo alargando las puntas de los dedos al pasear por la muralla. Pantalones, calcetines, sujetadores, camisetas, sábanas… la vida íntima expuesta al público, otorgando una imagen atípica de naturalidad, de indiferencia: aquí vivimos y esto somos, no sólo piedras limpias y listas para la fotografía.

En el puerto, algunos pescadores se reparten, junto a cervezas Ožjusko, el botín que les ha proporcionado el mar. Otro sube con su perro a un barquito minúsculo. ¿A dónde irá? ¿Qué tendrá que hacer un perro en el mar? Imagino que se desplazan hasta Lokrun, tal vez hayan venido aquí sólo a comprar, o vayan allí a ver a familiares o a amigos. Para quienes vivimos alejados del mar es difícil entrever la normalidad con la que uno se desplaza sobre las aguas, la cantidad de veces que hay que echarse a la mar. De las más de mil islas croatas, gran cantidad están habitadas y son muchos los que se tienen que desplazar entre ellas para ir a comprar, para visitar a sus padres, a sus parejas… En esta zona, entre las escaleras y el mar, todo parecen obstáculos y me hacen pensar en la gente mayor, pero, sin embargo, esta gente parece encontrar siempre la manera de sobreponerse a ellos, de esquivarlos, de llegar adonde quiere o tiene que llegar. Allá va el perro marinero sobre la popa, allá la anciana con sus bolsas de la compra escaleras arriba… A veces, pienso, superar obstáculos físicos que parecen infranqueables es más sencillo que superar los mentales.

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