Una vez que se llega a las murallas de Dubrovnik, el mundo parece cambiar de ritmo y de época y el paseante se encuentra ante una imagen completamente desconocida. La que probablemente sea la ciudad más turística de Croacia, la más conocida de toda la costa dálmata y de este lado del Adriático, permanece silenciosa y calmada, como ajena al paso de los días, como puesta en pausa. El tiempo ahora se cuenta de otra manera. Las calles, en otras ocasiones repletas –esto lo ve uno al atravesar la primera puerta, la de Pile, por supuesto con la imagen de San Blas sobre ella– de turistas con sus cámaras de fotos y sus prisas y sus idiomas y sus exigencias y sus vidas –tristes o alegres, dichosas o desgraciadas–, se encuentran hoy adornadas con guirnaldas de carnaval que se extienden sobre la nada que ocupa las piedras que cubren el suelo. No es triste estar aquí, no se aprecia decadencia, sino más bien resignación entre estos muros, y una resignación valiente. De repente, unos críos corren como recién salidos al patio del recreo, unos se persiguen a otros, vestidos de militares, piratas, médicos… es carnaval y lo celebran, y traen consigo la vida, y se reapropian de lo que un día les robaron (¿les robamos?) quienes vienen a pasar, haciendo de estas calles un museo y no una ciudad para vivir, con sus caprichos y sus vidas felices. Los turistas no conocen la muerte ni el dolor, sólo la falsa alegría de las ciudades. ¿De qué sirve una ciudad siempre feliz? ¿De qué sirven sólo las bodas y las celebraciones alegres? ¿Cómo puede obviarse la otra mitad de la vida de un espacio como éste? En esta ciudad, como en todas, se nace, se crece, se ama, se sufre y se muere. Y es ahí donde está la ventaja del turista: sólo vive lo que (le) apetece vivir; pero también la desventaja: sólo vive en la mentira.
Los restaurantes, que antes ocupaban plazas y calles con sus sillas y mesas preparadas para acoger al hambriento, están cerrados, sólo las iglesias, que otorgan consuelo a los creyentes, están abiertas. Tres iglesias católicas y una ortodoxa he podido pisar. Me fascina la amplitud de las iglesias ortodoxas, sin barreras, una sala abierta y cuadrada, nada de varias naves, como si la unidad y el encuentro fueran lo único valioso para cada una de estas iglesias autocéfalas: no hay forma de esconderse, no hay secretos en el templo, todo está a la vista bajo este doradísimo techo. La sinagoga la encuentro cerrada y pienso en Sarajevo, donde tampoco pude entrar en el templo judío; sin embargo, es el que más me atrae, supongo que por esa sensación de que, quienes llegaron allí con la Hagadá lo hicieron desde Sefarad. ¿Quién sabe si, por qué misterios de la vida, no serían vecinos o amigos o incluso familiares de mis propios familiares? Pensar en los sefardíes me lleva a pensar en el misterio que dejan atrás las vidas que olvidamos.
En la Plaza de la Logia los niños juegan al balón despreocupados, utilizan los soportales como portería, ajenos a la parálisis del mundo, tal vez agradecidos por poder hacer lo que en otros tiempos sería, sin ninguna duda, un atentado contra la seguridad de los transeúntes. Hoy sólo sus gritos de alegría y decepción por la jugada realizada ocupan el espacio sonoro de este lugar. Más adelante, a sólo unos pocos metros, a la entrada del Palacio del Rector (“Obliti privatorum publica curate”) unos pocos señores en edad de estar jubilados se calientan al sol amable de febrero. En la misma calle, mayores y pequeños, se disputan el espacio en dos ritmos y en el mismo tiempo, tranquilos, despreocupados, como si, por fin, la ciudad les hubiera sido devuelta, haciendo honor al lema inscrito en la piedra de la fortaleza de Lovrijenac y recuperando la libertad a cambio de los miles de millones de kunas que esté dejando de ingresar esta ciudad. Otros lugares dan esa sensación de desolación y tristeza con esta crisis, Dubrovnik, en cambio, parece gustarse a sí misma en la calma sencilla de la vida junto al Adriático.
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