lunes, 15 de febrero de 2021

Croacia XVII: el frío en Zadar y una gaviota

El frío metálico se esconde del sol en cada recoveco de esta ciudad que se me presenta más triste que viva y, sin embargo, parece que se resistiera a la realidad: las restricciones sanitarias mantienen cerradas todos los bares y restaurantes desde noviembre y, no obstante, las colas son alargadas, incluso a temperaturas que ronda los cero grados, delante de las improvisadas barras a las puertas de los negocios. La mayoría de las personas con las que me cruzo llevan en sus manos esos vasos de cartón en los que viajan los cafés hasta el destino deseado, generalmente algún lugar al sol, preferiblemente el paseo frente a las islas, junto al órgano en el que el Adriático ofrece su concierto siempre improvisado.

Poco antes de las once de la mañana empiezan a sonar las campanas de la catedral llamando a la misa de domingo y tengo la sensación de que son muchísimas las personas que se dirigen al templo católico. Algunos giran poco antes, en dirección a la esplanada en la que, en tiempos, se encontraba el foro romano. Es ahí donde terminan su recorrido la mayoría de los cafés viajeros, al sol y en el interior de las gargantas de los zadradíes que, tal vez, anden aprovechando la escasez de turistas para recuperar para sí el paso marítimo alrededor de la ciudadela, el espacio que conforma el centro turístico de la ciudad.

En las plazas se amontonan los paseantes en busca del sol, como lagartos puestos en pie: en cuanto consiguen su bebida caliente, se desplazan desde la sombra a la zona en la que cae la luz del día, ocupando todas las zonas de calor (más bien no-frío) posibles. De pie, en mitad de la Narodni Trg, jubilados se reúnen junto a unos carteles que muestran imágenes del carnaval en la ciudad. Tendríamos que estar de fiesta y estas fotos son lo único que dan muestra de ello. Todo parece ordenado, la gente camina en dirección al foro o a esta Plaza del Pueblo con sus cafés en las manos, pocos, como yo, vamos en otro sentido, como si incumpliéramos algún tipo de norma tácita de los domingos.

Cuando vuelvo a pasar por la misma plaza, la sombra casi ha expulsado ya a todos los contertulios y se puede apreciar denuevo ese frío duro e intenso que trae consigo febrero y que deja desolada unas calles que, imagino, en otros tiempos deben de estar completamente abarrotadas. En la oficina de turismo me informan de que los museos están cerrados y de que lo mejor que puedo hacer, si ya lo he visto todo, es acercarme a un parque y sentarme en un banco al sol. Es triste que la única recomendación posible sea esa, pienso, que tu trabajo sea decirle a alguien que no tienes nada que ofrecer a pesar de que las cosas, los lugares, los secretos arqueológicos, existen y están ahí, detrás de unas puertas que habrán visto pasar a centenares de personas a diario durante bastante tiempo.

El tiempo pasa despacio cuando no se tiene nada que hacer y, además, hace frío, pero viene a salvarme de esta tristeza siniestra y hermosa que ofrecen la tranquilidad y monotonía una gaviota en su lucha con una bolsa del McDonald’s: la saca de la basura y la pasea por el parque, haciendo salir de ella todo el contenido, cuando tiene en su pico el preciado tesoro, un rojo cartón, comienza a darle picotazos y obtiene de él una doradísima patata frita que no tarda en convertirse en su botín. Pero vuelve a la carga y obtiene un papel blanco de estos que recubren las hamburguesas y que aún tiene que desenvolver, así que lo agarra con fuerza y se dedica a agitar la cabeza de un lado a otro con insistencia, una y otra vez, y otra y una y una y otra, para intentar hacer volar lo que sea que tenga dentro y, efectivamente, lo consigue. Sin embargo, la victoria, que parecía asegurada, no es tal: un cuervo gris, que observa los movimientos de la gaviota, mucho más grande que él y, podría parecer, también más ágil, se abalanza sobre lo que me parece una bolsa de mayonesa, la alcanza con el pico y la sostiene victorioso al tiempo que, con esa torpeza extraña de los cuervos, hace un requiebro a la descubridora del tesoro y consigue evitarla; una vez a salvo, levanta el vuelo con potencia y se eleva, alejándose de la gaviota, que, resignada, se vuelve dejando tras de sí una bolsa, servilletas, un vaso de refresco y envoltorios de hamburguesas.

Los humanos de la plaza, con sus cafés viajeros, siguen ajenos a esta lucha, pero pienso que, de algún modo, a estas aves también les afecta, a su manera, el cierre de los restaurantes y la falta de turistas.

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