En el barrio en el que vivo se encuentra una de las estaciones de tren que tiene Zagreb. Andando se tarda en llegar aproximadamente lo mismo que se tarda desde casa de mis padres a la estación de Zafra. Hay días en los que se escucha el pitido de los trenes con claridad. A veces, en la noche, si la ventana está abierta, a pesar del frío, entra en la habitación esa sensación de ausencia y de emoción que se transmite en las estaciones. Supongo que la familia hace mucho, sí, y, excepto el tiempo que viví en Salamanca –adonde me era imposible desplazarme en tren desde Zafra–, de algún modo mi vida ha transcurrido entre andenes. Entre vías ya inexistentes aprendí a montar en bicicleta y entre andenes aprendí a despedirme de quienes se iban y de quienes se quedaban, también de quienes se fueron y ya no hay manera de que vuelvan. Con el tiempo, sin embargo, he ido acostumbrándome al ir y venir constante, como si casi ya no me afectara. Es todo una mentira. O, mejor, una ficción.
Pasa especialmente cuando monto en AVE, ese raro y rapidísimo invento que aún me parece un ser mitológico, en esos casos los sentimientos son otros: hay que despedirse antes de subir al tren, mucho antes, dejar lo que sea que se deje atrás con tiempo, no hay espacio para las despedidas, no hay posibilidad de lanzar una última mirada a la persona que se deja en el andén, no hay lugar para un último beso al viento. En esos casos uno no se despide de la gente, sólo se despide, realmente, de la estación, de vigas y catenarias, de cables y pilares que sostienen el edificio: se han tenido unos cuantos minutos, tal vez horas, como en los aeropuertos, antes de partir, como si fuera la persona que se queda la que se despide; uno está solo y sólo embarca y solo llega, se le hace desprenderse de la unión antes de poder marcharse. Me parece cruel de algún modo. Se nos pide rapidez, como si no supiéramos comportarnos, se nos revisa la maleta, se nos obliga a estar con tiempo en el tren porque dos minutos antes las puertas se cerrarán y, entonces, ya no habrá posibilidad de entrar ni de salir. Dos minutos parecería que no cambian nada y, sin embargo, en otro tiempo uno estaba con los dedos enlazados a los dedos de otra mano hasta que las puertas se cerraban, y lo hacían al tiempo que las ruedas empezaban a girar lentamente.
Las despedidas y los reencuentros tienen esa cosa intensa que nos sobrecoge: ahí van vidas que se cruzan y se descruzan, que están y a la vez no, historias que tendrán que recuperarse, anécdotas que no se han contado, otras que se olvidarán para siempre. Tengo muchos recuerdos de despedidas junto a las vías, algunos muy íntimos, otros muy dolorosos, otros simplemente tristes y otros, de algún modo, consuetudinarios. También hay encuentros divertidos, alegres, desconcertantes… los trenes son un medio de transporte, pero, además, llevan en sí mismos miles de historias.
Sin embargo, tengo la sensación de que, como tantas otras cosas, los trenes también se están convirtiendo en no-lugares, en espacios despersonificados, con historias recurrentes, siempre las mismas, o incluso sin historias: un tipo que va a trabajar a dos horas de su casa y vuelve y no le sucede nada, como si los medios de transporte se hubieran convertido en espacios asépticos, sin ilusión, sin ánimo, solo una forma más de producir sin cubrir un vacío. Como si todo se hubiera vuelto perfecto en cuanto al funcionamiento, rápido y eficaz, pero sin el calor que le imprime la gente.
Supongo que tal vez por eso me sorprendió tanto ver hace unos días en la estación del barrio, en Zagreb Zapadni kolodvor, un guardabarrera, un tipo que salió de su casetilla a bajar manualmente las barreras para proteger el paso del tren; y supongo que también por eso me sorprendió tanto ver cómo la gente se saltaba el obstáculo horizontal, miraba a los lados y cruzaba las vías ante la indiferente mirada del trabajador, acostumbrado seguramente a ver la escena unas pocas veces al día. Pensaba entonces en la imprudencia y en que, de ser el sistema automático, sería también mucho más seguro y, quizás, también bastante más infranqueable. Pero, efectivamente, le robaría esa emoción intrínseca que traen el capricho y el libre albedrío. De algún modo supuse que, de nuevo, viajar en tren era algo humano, algo con historia, un acto en el que las despedidas eran posibles y completamente naturales, apuradas de tiempo, a veces incluso trepidantes, sin esa disparatada pausa entre el adiós y la partida.
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