martes, 3 de agosto de 2021

Estar parado

Desde que volví de Croacia apenas he sido capaz de escribir unas pocas líneas de algo que no sea la tesis que lleva viviendo conmigo ya más de cuatro años. No es una sensación nueva la de no tener nada que decir, aunque eso siempre sea mentira. A veces parece que el silencio es la única manera que se tiene de contar todo lo que sucede cuando lo que sucede no es movimiento. Reflexión, calma, introspección. A veces es simplemente la respuesta al hecho de encontrarse perdido entre todas las posibilidades.

Falta menos de un mes para que se me termine el contrato en la Universidad de Sevilla, a partir de ahí, vuelta de nuevo a empezar, sin saber dónde, sin saber tal vez por qué. Para entonces aún no habré terminado de corregir Espacio e identidades transculturales en la narrativa actual en lengua alemana, pero no debería faltar mucho. Es la primera vez que escribo el título del trabajo de manera pública, para que se quede en internet. Ni siquiera tengo decidido el subtítulo, y eso ahora importa poco, la verdad. Después de más de cuatro años de investigación y una pandemia, la sensación es que todavía falta mucho. Pero en algún momento hay que ponerle fin.

Así que sí que están sucediendo cosas, pero parece que no las veo. Levanto poco las posaderas de la silla de escritorio que compré el año pasado en un almacén de bricolaje en Almendralejo. Fui a por ella porque necesitaba algo en lo que aguantar las tediosas tardes de insufrible verano y encontré esto. Ni tan mal. Podría haber contado cómo fui a por ella, por ejemplo, o cómo ha llegado un perro nuevo y precioso a casa. O qué siento cada vez que escucho a Ciro, el perro mayor que ha estado en esta casa durante quince años, tose y se le ve escapar la vida en cada golpe de tos: tiene los ojos llorosos, como si una lámina traslúcida cubriera la vista para no irse de una sola vez, sino apagar su imagen del mundo poco a poco. O podría haber contado el día que fui a ver a A. después de más de un año sin verla (“¡Abuela!”, “¿qué pasa hijo?”), y cómo impresiona sentir que es y que no es, que está y que no está. Podría haber escrito sobre ese día y la falta de valor para volver, el miedo de saber que sigue siendo ella, y que a la vez ya no puede ser ella nunca más.

Desde que volví de Croacia han pasado muchas cosas y con ninguna me he sentido capaz de sentarme a escribir, como si estar parado no fuera suficiente para escribir. Sólo en el tren de vez en cuando he sido capaz de acertar con el baile de dedos exacto para ir dejando ver sobre la página en blanco de la pantalla aparecer las palabras que formaran algún tipo de texto con sentido. Poco sentido. O poco sentimiento.

Volví de Croacia y quise cerrar ese capítulo con algún texto sobre los finales, pero todos se quedaron incompletos. Como si el capítulo no quisiera o no pudiera cerrarse aún. Como si no fuera real haber vuelto. Tal vez ni siquiera lo sea, claro. Tal vez aún tenga que volver para cerrarlo de verdad. Quién sabe.

Últimamente me siento como parado y a la vez perdido, como esos antiguos edificios que ven pasar los días. La gente los observa, saben que están ahí por algo, que tienen alguna función, que la tuvieron. Antiguas estaciones de tren en mitad de un trayecto rural: ya no reciben viajeros, pero todos pasan por ellas. Como si de alguna manera estuvieran y no, entre el existir y el desaparecer, entre la presencia y la ausencia. Sobre ellas cae el peso del tiempo: de los años y de las tempestades. Pero resisten, cambian, mutan, silenciosas. No son indiferentes, están a la espera. Nadie sabe de qué. Simplemente, a veces, cuando uno menos lo espera, dentro de ellas nace un árbol, cría un zorro, levanta el vuelo un cernícalo. A veces el silencio trae consigo la vida.

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