lunes, 25 de noviembre de 2024

De nuevo los Balcanes (III): Llegar a Mostar

En la estación de autobuses de Dubrovnik la gente empieza a impacientarse. Nadie sabe nada del autobús que cruzará la frontera y nos llevará a Mostar. Somos unos cuantos los turistas que esperamos noticias, que miramos uno por uno los autobuses que van llegando, para ver si alguno es el nuestro. Pasa el tiempo y nada, seguimos esperando y sentimos que estaremos más tiempo esperando en Dubrovnik de lo que dura el trayecto. Pero tampoco será así. 

Cuando un autobús blanco para en la dársena en la que esperamos, la gente se alza, muchos estábamos tirados por el suelo, cansados del tiempo y el calor y la sed y el desconocimiento. No hay ni un asiento libre cuando todos los viajeros ocupamos nuestros puestos, preparados para las próximas horas de viaje. Es evidente que no vamos a llegar a las siete y cuarto, porque para eso tendríamos que haber salido hace una hora y no tener retraso en la frontera, pero lo importante es que ya estamos en marcha. El trayecto nos lleva hacia el norte, con el Adriático a nuestra izquierda y el sol pegando en la ventana, yo me rindo al paisaje, a la imagen de los bañistas en las playas dálmatas, al agua y al sol, y poco a poco voy cayendo en un sueño que me llevará directamente a la frontera, no demasiado lejos de donde estamos. Allí comenzará realmente esta pequeña aventura. Volveremos fugazmente a ese mundo en el que no existía internet, en el que se llegaba a los sitios preguntando y a través de recomendaciones humanas y de las que hace google según tu geolocalización. Llevamos ideas anotadas, pero, de alguna manera, la experiencia central del viaje será lo que vayamos encontrando y no lo que ya llevemos pensado. Al menos yo estoy seguro de que eso dota a estos días de algo de humanidad, de algo de autenticidad. Lo sabremos según vayan pasando los días.

El viaje avanza lentamente y, para nuestra sorpresa, hacemos una parada en mitad de la nada, en una especie de área de servicio en la que solamente hay una panadería y un restaurante de comida rápida. Acabamos de pasar Stolac y aún nos queda por delante más de media hora de viaje. Con la hora y pico que llevamos de retraso, no entendemos nada de lo que pasa, pero no podemos hacer nada más que bajarnos y aprovechar para comer algo. Aún no tenemos marcos ni, por supuesto, vamos a poder pagar con tarjeta, pero nos dejan pagar en euros una botella de agua y un burek de queso, que empiezo a temer que sea nuestra única comida hasta mañana. Volvemos al tomar nuestros asientos en el autobús y se nota el cansancio de todos en el ambiente. Hay unos ingleses que van viendo el partido, esperando que su equipo gane y pasen a la final de la Eurocopa. Pierden la cobertura cada poco tiempo y se desesperan. Se les ve el sufrimiento en las caras. 

Cuando parece que el viaje va llegando por fin a término, el autobús gira sospechosamente para hacer una nueva parada en una gasolinera. Esta vez parece que tiene sentido que estemos aquí a pesar del retraso. Supongo que la gasolina es imprescindible para llegar a Mostar, pero empieza a alargarse más de lo que esperamos. Yo pienso en la cantidad de litros que tienen que entrar en ese tanque y me parece absurdo tener que repostar a poco menos de media hora del destino final: ¿quién ha calculado esta ruta? Pero, en estas divagaciones absurdas, de repente, el autobús da la vuelta a la gasolinera y vuelve a parar. Aparece una ambulancia y ahí estamos, viendo cómo uno de los viajeros es atendido por los servicios médicos bosnios. Nadie sabe lo que le pasa. Una joven que habla inglés y alemán se va comunicando con todo el mundo. Nos dice que un irlandés se ha desmayado y que los conductores son los que han llamado a la ambulancia. Pero nadie sabe nada más. Creemos que el chico va con los ingleses que están viendo el partido y les preguntamos, pero, o bien no se conocen de nada y sólo comparten idioma o les da bastante igual el irlandés, porque ellos están a lo que están, que es el partido de cuartos de final de Inglaterra frente a Suiza. Nada más importante, supongo. 

Desde la gasolinera vemos cómo termina de ponerse el sol. No se ve nada, no hay nada, parece un desierto y esta gasolinera la única en muchos kilómetros a la redonda, como en esas películas en las que los protagonistas siempre se quedan sin combustible y tienen que caminar hasta el lugar más cercano. Pero en esta ocasión el desierto está lleno de vegetación y montañas. Detrás de esas colinas, en algún lugar, estará Mostar, un destino al que cada poco que pasa deseamos llegar con más ganas y el que parece no ser posible acercarse. 

El tipo que va junto a L. le cuenta, ya de vuelta en el trayecto, que Mostar es un sitio carísimo, pensado para los turistas. Él, nos dice, es de ahí, pero trabaja en Dubrovnik, así que va y viene todos los fines de semana, y desde hace no mucho usa este autobús porque lo han pillado a muchos más kilómetros por hora de la cuenta mientras iba en moto y le han retirado el carné. Que no se nos ocurra pillar ningún taxi para ir a ningún sitio en Mostar, nos dice, porque van a engañarnos. No duda ni un poco al afirmar esto, así que, cuando llegamos, seguimos su consejo y caminamos el par de kilómetros que separan la estación de autobuses y el apartamento en el que pasaremos la noche. Son casi las diez de la noche cuando llegamos y empezamos a caminar. Al acercarnos, por fin, al apartamento, una señora nos habla, la saludamos, entendemos que es la madre de la dueña del apartamento. Nos da indicaciones a través del teléfono, ayudada del traductor de google. Suficiente para lo que necesitamos saber. Nos muestra el apartamento y, a pesar del cansando que nos acompaña y que es más grande que nosotros, nos encaminamos al puente viejo y al centro, a buscar al que cenar. Llegamos a Irma-Tirma, un restaurante con una señora majísima que nos dice que nos atiende, pero que tenemos que pagarle antes de las once si lo vamos a hacer con tarjeta, ésa es su única condición. Aceptamos, nos sentamos y nos tomamos unos platos de ensaladas y distintos tipos de carne picada que, junto a la cerveza, nos parecen los mayores manjares posibles.

Estamos en Bosnia y mañana será otro largo día, pero de momento podemos brindar tranquilos. Hemos llegado a Mostar y no importa nada más.

lunes, 18 de noviembre de 2024

De nuevo los Balcanes (II): Un nuevo Dubrovnik

Aterrizamos en Dubrovnik por la tarde, cerca de que empiece a anochecer. El aeropuerto es otro completamente distinto desde la última vez que estuve aquí. No es que lo hayan trasladado o reformado o lo que sea que pudieran haber hecho físicamente con él, no. La cuestión es que ahora hay gente, parece un aeropuerto de una ciudad turística de la costa en verano. Parece lo que es, quiero decir. 
 
Mi primera impresión es extraña, me lleva a tiempos en los que el covid lo donimaba todo y este aeropuerto estaba vacío, apenas unas pocas personas esperábamos al vuelo Dubrovnik-Zagreb y nada más. Todo estaba cerrado, únicamente un mostrador o dos para ese solitario vuelo y ya. Juraría, aunque no lo recuerdo, que tuve que venir en taxi, pero me extraña haber pagado lo que costaría un taxi en ese momento. No lo sé, sólo recuerdo el vacío, las cientos de sillas esperando ser útiles para los cuerpos cansados de las hordas de turistas de una temporada normal. Recuerdo el silencio. El insoportable silencio de un tiempo que parecía apocalíptico. 
 
Y también recuerdo que el taxista que me llevó del aeropuerto de Zagreb a casa, en la Ulića Huga Badalića, me anduvo contando que había sido jugador profesional de balonmano y que había visitado España varias veces cuando jugaba con equipos alemanes. Aunque, ahora que lo pienso, tal vez fuera jugador de baloncesto, ¿qué importa eso ya, si pensé escribir sobre esa historia y nunca lo hice, como tantas otras veces?

Ahora esta ciudad se ha transformado en lo que yo sabía que era y decenas de turistas esperan un autobús carísimo que los lleve al centro. Diez euros por persona para que muchos tengan que hacer el viaje de pie. Un trayecto que se alarga casi tres veces más de lo normal por el tráfico incesante en una ciudad que, teóricamente, no debería acoger a tanta gente. Pero así funcionan este mundo, el capitalismo y las redes sociales. Dubrovnik es preciosa, pero se puso de moda, sobre todo, a partir de Juego de Tronos. Ahora todo el mundo quiere hacerse fotos en los escenarios de la serie, pero imagino que pocos querrían convivir con los dragones, ni tampoco pagar lo que cuesta un piso en esta ciudad, en la que la mayoría de la población ha terminado expulsada del interior de las murallas para poder acoger a los que vienen a dormir temporalmente aquí. La experiencia ni siquiera es inmersiva: las mismas tiendas, los mismos bares, las misas cadenas de panadería que en casi cualquier parte. Los free tours se dispersan por toda la ciudad en muchos y diversos idiomas. Es un escenario, literalmente. Precioso, sí, pero apenas nada parece real. Nosotros mismos hacemos un free tour, porque qué hacer, si no, en esta ciudad. Ya que estamos aquí, pues hacemos el turista. 
 
Nuestro viaje tenía que comenzar aquí, pero vamos a pasar menos de 24 horas en la ciudad y en Croacia: no está en nuestro itinerario por preferencia, sino porque la logística para llegar a Bosnia es la que es: Madrid-Dubovnik era el vuelo más barato, y la economía era una de nuestras preocupaciones para las dos semanas que vamos a pasar en los Balcanes. 

Antes del free tour, que hacemos por la mañana, después de llegar, hemos aprovechado para dar un paseo nocturno por la ciudad. Primero vamos al piso que hemos alquilado. Está en el patio de la casa de una familia. Han creado, dentro de su propio espacio, en el que viven todo el año, un pequeño apartamento para dos o tres personas, con una pequeña cocina y un baño. La noche va a ser la más cara de todo el tiempo que pasemos en la región y estaremos más lejos que nunca del centro: a 40 minutos andando del interior de las murallas. Dejamos las cosas y vamos al centro en el autobús urbano que nos indica la señora de la casa. Me pregunto si trabajará o si simplemente vivirá de esto. A casi 150€ la noche en una ciudad en la que casi todo el año es temporada alta, probablemente no necesite mucho más para vivir. 

Cuando llegamos al centro, es casi imposible encontrar un sitio para sentarse. Todo el mundo está pendiente de la eurocopa. España acaba de clasificarse contra Alemania, nos hemos enterado mientras íbamos en el autobús, y ahora juegan Portugal y Francia. Vemos los penaltis por el rabillo del ojo desde las escaleras en las que no sentamos. Las mesas son algo así como unos taburetes medianamente anchos, los asientos, unos cojines puestos en las escaleras. Podemos darnos con un canto en los dientes por haber encontrado este sitio, ciertamente, porque está todo lleno y la gente se agolpa en todas partes. 

Yo no puedo parar de pensar en la otra vez que estuve en esta ciudad, en la que todos los bares estaban cerrados, solamente una hamburguesería quedaba abierta en el interior de las murallas, y yo cené ahí dos noches seguidas. Subí a las murallas y era el único turista. Parecía mentira que eso estuviera así ahí, solamente para mí. Y ahora todo lo contrario, las colas de gente por todas partes, una ciudad con muchísima vida, en la que se cruzan millones de historias, aunque sean temporalmente, porque aquí todo parece efímero, porque nada parece pensado para durar más allá del beneficio: estos cojines, estas mesas que se recogen con rapidez... todo está pensado para dar un servicio rápido y efímero. Luego, en invierno, tal vez, vuelva cierta calma y, como en muchos lugares de costa, cerrará casi todo, aunque los turistas no dejen de venir, porque aquí se vive de eso, de que venga el turista, de los negocios con la gente que llega del mar. En realidad ha sido un poco siempre así en esta ciudad que fue independiente mucho antes de que se pensara en las independencias en muchos otros sitios. Los negocios siempre les han gustado por aquí, cuentan. La diplomacia eran su mejor ejército, es decir, las intrigas y las mentiras. 

Después del free tour, nos vamos a comer a la estación de autobuses y nos tomamos nuestro primer cevapi, No será el último. Pero el viaje está casi a punto de comenzar, realmente. Esto sólo ha sido la introducción a lo que vendrá, la experiencia Balcánica está por comenzar. Yo me espero casi cualquier cosa, porque algo empiezo a saber de cómo funciona todo por aquí, pero mis compañeras de viaje son novatas del todo. Para que comience la inmersión, el autobús que nos llevará a Mostar llega a la estación con casi una hora de retraso. De algún modo, ése es el comienzo real de esta pequeña aventura. Ya llegaremos a ello.


domingo, 18 de agosto de 2024

De nuevo los Balcanes: algo así como un prólogo

El viaje ya terminó hace un tiempo, pero por fin me he sentado a escribir sobre las semanas en los Balcanes. No hay estilo, no hay lógica, tal vez ni siquiera haya sentido. Pero hay historias y lugares una vez más. Comencemos por el principio. 


El tiempo cada vez avanza más rápido. Quiero decir, los días siguen teniendo la misma cantidad de horas y de minutos, pero cada vez dan para menos. Como si lo que antes tardaba diez minutos en hacer, me ocupara varias horas. Dormir, duermo lo mismo o menos, y, sin embargo, el resto del tiempo está perdido en divagar entre la nada y la nada, sin avanzar siquiera en un único pensamiento estable. El mundo moderno se ha apoderado también de mí y trato de quitármelo de encima. Esto lo pienso mientras voy en el avión que aterrizará en Dubrovnik, y el pensamiento me lleva, no sé si inexplicablemente, a la tranquilidad. Porque sé que a partir de mañana, del día después de llegar a Croacia, no tendré internet y el tiempo tomará de nuevo otro ritmo. No es la solución ideal para retrasar la velocidad de la vida, pero es una solución temporal. Quiero lo que tengo justamente delante, no contestar al minuto, estar conmigo y yo. Supongo que eso dice de mí que me falta control, porque hay gente que no vive así, que no contesta al minuto, que no lee los emails en cuanto los recibe. Pero me pregunto cómo lo hacen: mi teléfono apenas suena o vibra o hace nada cuando llegan llamadas o mensajes, la mayoría de las notificaciones están bloqueadas, sólo se enciende de vez en cuando una luz y, para evitar pensar en ella, el teléfono suele estar boca abajo en la mesa, para no verla. Si no está, no existe. Y, aun así, en cuanto agarro el aparatino, ya han desaparecido unos cuantos minutos de mi tiempo. Es fascinante a la vez que aterrador. Es mucho más fácil perder el tiempo ahí que centrarse en el leer un libro. La mente humana. En cualquier caso, a partir de mañana, en cuanto crucemos la frontera entre Croacia y Bosnia, el internet desaparecerá. Podría haber comprado una tarjeta con una cantidad cualquiera de gigas de datos para gastar, pero no lo he hecho ni pienso hacerlo. Necesito el tiempo. Necesito desconectar lo máximo que me permita la falta de internet. Como cuando viajábamos antes, como las primeras veces que iba a Alemania, con el mapa de Berlín del derecho y del revés, o cuando me tuve que aprender el camino desde la estación de Bonn a la residencia, o la de Würzburg, la primera calle en este sentido, luego esta o la otra se toma hacia la izquierda o la derecha... Así era indispensable estar pendiente de las calles, los accidentes urbanos: la pegatina en la señal, el paso de peatones, el nombre de la calle, el árbol torcido, la tienda con el cartel del color que fuera. Los próximos días serán así de nuevo. Pero antes habrá que volver a Dubrovnik, y recordar lo que ya sabíamos, remirar, con ojos nuevos y un tiempo nuevo, esta ciudad y este país. Iremos avanzando.