Soy alguien de contradicciones. Me gustan. Supongo que porque las tengo y las puedo más o menos comprender y apreciarlas. Una de las mayores contradicciones que vivo es, exactamente, el dónde vivo: odio y adoro a partes iguales el país que me acoge y al que, en parte, me dedico. Soy de los que defiende a Alemania cuando hay que defenderla y la critica cuando hay que criticarla. La veo desde un punto de vista más o menos neutro: sin idealizaciones, sin menosprecios. O al menos eso creo e intento.
Una de las cosas que más odio aquí es a la gente, pero no a la gente así en general y ya. No. Odio a la gente en los medios de transporte. A veces pienso que tiene que ver con la actitud individualista de las grandes ciudades; otras veces creo que es por la actitud individualista alemana sin más. El caso es que la actitud de la gente en los medios de transporte me parece maleducada y grosera. Lo normal es que un alemán cualquiera ocupe dos asientos -el que recoge su culo y el que recoge sus cosas- y que, aunque el tren, autobús, tranvía, metro o lo que sea esté a rebosar de gente, el alemán cualquiera no se preocupe de retirar sus cosas para cederle el asiento a nadie. Es bastante normal, también, que un alemán cualquiera atropelle a la gente a su paso para entrar o salir de este medio de transporte, bien porque tiene prisa, bien porque él (o ella) es lo más importante de todo lo que hay alrededor. Siempre hay excepciones y, curiosamente, suelen ser niños pequeños o gente mayor quienes más se preocupan por el resto de pasajeros. Algunos jóvenes, pero los menos. Esa gente mayor suele ser -en estos casos a los que me refiero- amable, son educada¡e incluso te habla!
El caso es que hoy venía yo en el tranvía de camino a casa desde la estación central de Bremen para bajarme cuatro paradas después. Sólo cuatro. En ese tiempo me han arrollado tres veces sin pedirme perdón siquiera chavales que rondarían mi edad o serían poco mayores, y, poco antes de llegar a la tercera parada, una señora se ha levantado y el anciano que estaba enfrente suya, muy amablemente, me ha dicho siéntese. Me bajo ya, le he respondido. Pero, no conforme con la respuesta, me ha insistido.
"Da igual que se baje ya, hombre, el asiento está vacío y no está bien que todo el mundo vaya de pie. Siéntese. No, hombre, no, no hace falta que me dé las gracias. Qué más da si viejo o joven, si el asiento está libre y nadie lo usa, úselo usted, además, es sólo amabilidad, que no cuesta nada. Dinero no puede ser, pero la amabilidad deberíamos darla todos. Yo he visto cómo gente deja asientos libres cuando un negro está sentado al lado... Y yo pienso, pero, hombre, si en este mundo estamos todos de visita, ¿qué más te da quien sea? ¿qué más da lo que sea y cómo piense? ¿te cuesta algo ser amable? Esta pobre gente que viene con familia, con hijos, a buscar un trabajo... ¿no se merecen que todos seamos amables con ellos? Mi mujer murió ya hace diez años, de visita, como le digo, pero ella y yo siempre les procuramos enseñar a nuestros hijos a ser amables. ¿Estamos de visita o no estamos de visita? ¿Usted qué cree? Claro, ¿ve? Si de visita. A mí lo que no me gusta es que me hable alguien con las gafas de sol puestas. Eso tampoco es ser amable. Eso no, porque no se le ven los ojos, y los ojos son el espejo del alma. Claro que sí. Y yo veo en su cara que está de acuerdo conmigo, ja ja ja, ¿y ve?, se sonríe. Ahora la gente no se mira a los ojos ni se dice nada. Ni es amable. Ya ve, yo soy católico, de la región de Münster, ¿qué vas a ser allí si no católico? Y voy de negro y demás (padre, hijo y espíritu santo), pero las gafas negras... las gafas negras no me gustan, eso sí que son espejos y no lo del alma. Sí, claro, ya se baja. Sí, lo mismo le deseo yo a usted: un buen día."
Mientras me hablaba -voz muy suave y entre dientes, como quien procura que no se le escuche, y sn embargo con una naturalidad magnética- con sus ojos azules me miraba los míos fijamente y sonreía. Sonreía con ellos. Y vestido de negro por completo: gorra, camisa y abrigo; debajo enseñaba un poco una camiseta blanca. En el momento de hacer la improvisada señal de la cruz, ha curvado los labios hacia arriba, enseñando levemente los dientes, de tal manera que parecía un cura que no se creyera del todo lo que hacía, o, incluso se burlara de ello, perdonando el pecado de ir en un tranvía en el que la gente ni se habla ni se entiende, o dando la bendición por entender que en este mundo estamos sólo de visita.
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