lunes, 11 de enero de 2016

Estaciones: zonas de paso y fronteras.

Si algo hay que todas las ciudades alemanas, grandes o pequeñas, tienen en común, es el sistema de transportes. Si por la calle vemos un cuadrado azul con una U enorme y blanca, sabremos que hay una parada de metro cerca; si lo que vemos es una S también blanca dentro de un círculo verde, no tardaremos en encontrar una estación de trenes de cercanías; y en caso de que el círculo sea amarillo, sólo con el borde verde y una H también verde, estaremos delante de una parada de autobuses o tranvías, que para el caso, patatas. No hay ninguna duda ni, hasta donde yo sé, excepción que valga.

Prácticamente todas las ciudades se organizan en torno a la estación principal o Hauptbahnhof, la conocida como hachebeefe (Hbf), donde se conecta la mayor parte de tranvías, autobuses, líneas de metro, cercanías y, por supuesto, trenes regionales y de larga distancia. El centro neurálgico, vaya, de cualquier urbe germana será, pues la Hbf. Por allí pasan al cabo del día miles y miles de personas con un destino diario y monótono y otras pocas con algún destino quizá algo más innovador que el propio de la costumbre.

Así, frente a las puertas de las estaciones, se colocan normalmente grupos de personas para protestar, reclamar, mendigar, convencer y/o llamar la atención sobre algo. La de Bremen, por ejemplo, alberga, día sí y día también, algún tipo de actividad, más simbólica o menos,que provoca en quienes pasamos por ahí reacciones de toda índole. Lo más normal es ver cómo la gente corre cuando se le acercan los captadores de socios de ACNUR, de Plan o de BUND. Hay otros días que lo que hay es música, algún tipo tocando algún instrumento, cantando o tal vez bailando. Lo que no falta nunca son tres o cuatro mendicantes con sus perros, a los que los bremenses llevan comida, cafés, pienso para los animales y alguna que otra manta. No faltan los días en los que alguien ha tenido la feliz idea de ir cargado hasta allí con un altavoz enorme y pone algún discurso cinematográfico, como el archiconocido de la película El gran dictador.

Hoy, al llegar de trabajar, he encontrado en la explanada de la que hablo, a mano derecha nada más salir de la estación, un pequeño grupo de hombres puestos en fila y con carteles en la mano. Más o menos en el centro, otro sostenía una pizarra blanca. Mensajes como "ningún afgano ha participado en los sucesos de Colonia" o "los afganos rechazamos estos acontecimientos y los condenamos" se podían leer entre las frías manos de estos jóvenes y menos jóvenes. Mientras la mayoría pasaba de largo sin ni siquiera mirarles a la cara, unas cuantas personas se les acercaba a preguntar o a decirles lo que fuera. Un señor mantenía junto a ellos una discusión más o menos acalorada con una chica bastante más joven que él y ellos parecían no prestarles atención siquiera enfundados en sus gorros y capuchas para tratar de resistir el frío.

Al verlos se me han venido varias cosas a la cabeza:

La primera es la criminalización que se hace de los inmigrantes en general, como si todas fueran malas personas, como si el hecho de venir de Oriente Próximo o el norte de África fuera ya suficiente para saber todo lo que esa persona piensa, hace y quiere.

La segunda es la necesidad de autodefensa que les debe inundar cuando ven que, sin haber hecho nada, se les acusa de cualquier actuación con la que se les pudiera relacionar mínimamente; me pregunto si no llegarán a sentir miedo.

La tercera lo que les has hecho salir a la calle, ponerse delante de cientos de personas con sus caras al descubierto, prácticamente en solitario, en un país en el que algún loco podría enfrentárseles en estos días por el simple hecho de estar aquí y haber nacido en otro sitio. El valor y las ganas de mostrarle al mundo que ellos no quieren que se les vea como parte del problema, porque no lo son y lo rechazan.

Y la cuarta: Ellos mismos tienen la necesidad de diferenciarse, lo que para nosotros o para el "mundo occidental" son árabes para ellos no significa nada. Ellos son afganos, y como afganos quieren que se les vea. Es algo lógico, supongo, pero en un mundo en el que las fronteras muchas veces son difusas, ellos mismos buscan diferenciarse de otros refugiados, de otros inmigrantes. quitándose el muerto de encima. Lo que en principio me parece un acto valiente y sincero, me sabe, por este motivo, un tanto amargo, falto de solidaridad con otros que han sufrido y sufren la guerra, que tienen que huir, que buscan otros caminos para desarrollar su vida. Lo que me preocupa, en fin, no es que se defiendan, que rechacen esos terribles actos coloneses (también justo delante de una estación, por cierto), algo plenamente normal, sino que, estando como estamos todos, ni los unos ni los otros no nos fijemos más allá de nuestro propio ombligo, limitándonos, siempre, a unas fronteras que están siendo cada día un pelín más abolidas para imponer una nueva, única y mucho más peligrosa: la que separa de una vez por todas a quienes pueden y a quienes sólo, y si acaso, deben.


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