Todos los días sales a la calle de la misma ciudad, coges el mismo tranvía y vas al mismo trabajo. Todos los días te encuentras a las mismas personas en el camino de casa a la oficina, los mismos ojos cansados, las mismas ilusiones en el rostro, las mismas manos silenciosas que muestran sus billetes, que sacan sus carteras, que acarician sus teléfonos. Todos los días. Una y otra vez a lo largo de la semana, del mes, del año. Da igual lo grande que sea la ciudad. Eres capaz de reconocer a los intrusos, a quienes no viajan contigo a diario. Conoces la raza del perro de la señora del gorro de lana verde, sabes cómo se llama el marido -amante tal vez- de la señora del abrigo largo y las uñas siempre pintadas de rojo -has escuchado susurrar su nombre por teléfono uno de los días que ha estado en el asiento contiguo, pero no está bien decir de qué hablaban exactamente-. Sabes en qué parada se baja el padre que da siempre un beso a sus dos hijos, que continúan tres paradas más -adiós, Max, adiós Lea-. Sabes incluso el número de pie que tiene la chica pelirroja que llega siempre en un tranvía, el número tres, y se baja para coger el que va en dirección a la estación central, un día se lo dijo a su vecina, pues por su cumpleaños le habían regalado unos zapatos de la talla 40, pero ella usa una 38; lo recuerdas perfectamente. Sabes en qué portal vive el chico que va cargado con la bolsa negra de gimnasio los lunes, miércoles y viernes, aunque el miércoles de la semana pasada llevaba una distinta, se montó una parada después de lo habitual y no lo viste salir de casa. Sabes cosas de muchos de tus compañeros de vagón, como las saben ellos de ti, porque todos los días salís a la calle de la misma ciudad, cogéis el mismo tranvía y vais al mismo trabajo y yo veo cómo os sentáis, os evitáis las miradas y guardáis silencio mientras dejo pasar el tranvía como un acto de rebelión contra la inevitable rutina.
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