El mundo, el entorno, me parecen cada vez más extraños. Vivimos conectados a todas partes en segundos y, sin embargo, cada días nos conocemos un poquito menos, nos hablamos un poquito menos. En la pantalla del ordenador nos encontramos a diario fotos de desconocidos a quienes no hemos visto en persona en la vida, a conocidos a quienes ya no conocemos y a conocidos de quienes sólo sabemos por sus fotos. De vez en cuando, sin embargo, la vida nos regala ciertas casualidades que podrían carecer de sentido y que, probablemente a pocos les hagan ilusión. No es mi caso. Me gusta llegar a un sitio y ver a alguien conocido, a alguien de quien me han hablado, quizás por el simple hecho de luego pensar en cómo dos personas pueden encontrarse, qué habrá traído a esa persona al mismo lugar que a mí, o, también al contrario, cómo es posible que yo haya terminado en el lugar en el que se encuentra esa persona. También me gustan las contracasualidades, los momentos en los que dos personas están el mismo lugar y no se ven, un concierto pequeño, por ejemplo, un tren, un restaurante... Al final, tiempo después, ambas se descubren hablando de ese mismo espacio y de ese mismo tiempo y entienden que probablemente se vieron, se rozaron, o tal vez sólo se esquivaron sin intención.
Seguramente las casualidades que más me gustan son las que se dan en las librerías, aquellas en las que andas hojeando cualquier libro y, al girarte, ves a alguien con quien hacía tiempo que no hablabas, por ejemplo. Pero en estos espacios hay otras casi igual de intensas, tal vez más: Encontrar un libro del que has oído hablar hace poco o, como me sucedió hace unas semanas, un libro de alguien conocido. En mi caso, en realidad, el autor me es semidesconocido, puesto que nunca lo he visto en persona, pero su hermano JM me habló mucho de él cuando vivíamos en Salamanca. Ahora apenas sé de JM lo que aparece por Facebook, pero hace unas semanas, al subir las escaleras de una librería sevillana, me topé de frente con Un final para Benjamin Walter y no pude evitar sonreír y alegrarme por alguien a quien ni siquiera conozco y, por supuesto, también por su orgulloso hermano. Ahora, claro, tengo el libro en casa, aunque supongo que tardaré más de lo que me gustaría en poderle dedicar un tiempo.
Esto me hizo recordar otra casualidad con el mismo escritor. Ésta mucho más lejana en el tiempo. Aún en Salamanca, entre revistas y papeles viejos de la delegación de estudiantes de la Facultad de Filología, apareció el número 1 de la revista Kafka, una revista editada por estudiantes del centro y que, entre otros, coordinaba Álex Chico, como ahora coordina Quimera. En ese momento también me alegré de esa casualidad. De hecho, creo que guardé la revista y, si no se ha perdido entre mudanza y mudanza, probablemente siga entre mis libros en casa de mis padres.
Casualidades, en fin, físicas, en este mundo digital.
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