martes, 7 de agosto de 2018

Amanece

Hace ya tiempo que me siento atraído por este lugar, por estas tierras. El nombre ayuda, supongo, tan lejana y cercana a la vez, se me antoja un hogar al que se regresa y se desconoce, pero te acoge, como esos paseos por las calles del pueblo en algún verano después de meses sin pisarlas. Nuestras huellas están ahí, pero nuestros pies no son los mismos, han crecido, visten otros zapatos. El olor te dice que estás en casa, pero esas puertas, esas tiendas, esos bares no estaban ahí antes. Algo así siento en este lugar, como si ya lo conociera de antes, como si no pudiera sorprenderme, como si hubiera visitado cientos de veces sus pueblos de piedra y sus calles, sus montañas y sus ríos. Y, sin embargo, es la tercera vez en mi vida que estoy en este norte, tan lejos de ese sur que todavía llevo dentro.

Me despierta un gallo tempranero, con los primeros rayos de sol, y cierro los ojos. No hay prisas en este lugar, no hay agujas ni segundos, todo el tiempo es eterno, nada avanza más que con el sol y otras estrellas. Somos los que venimos de fuera quienes traemos la puntualidad y la carrera. Me levanto cuando aún no suenan voces, cuando todos duermen o callan o sueñan. Me giro y sonrío contemplando a quien duerme a mi lado. Es temprano, para qué despertarla. Salgo de la cama con cuidado, dejo los pies apoyarse sin miedo, acariciando con ellos el suelo de madera, que cruje irremediablemente, y me dirijo a la ventana. Este sol marca el comienzo del día, del tiempo y del descanso. Lo miro, creyéndome único, como si nadie más lo estuviera mirando en ese mismo instante desde otros pueblos u otras casas. Así es la soledad que inspira este lugar. Sé que no es así, pero qué importa. Está ahí para mí, prácticamente. Vuelvo despacio a la cama, aprovecho el aire fresco que entra por la ventana para retomar el sueño. Cierro los ojos y respiro hondo. Amanece en el norte y yo me siento en casa.

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