Hoy, ahora, no sé por qué, y si lo sé no quiero decirlo, me ha venido a la mente una imagen, la de una niña pequeña, rubia, de ojos claros y voz aguda, que habla en francés. Enfundada en un pantaloncito azul y una camiseta blanca, rodeada de una especie de tela de cortina de colores y un paraguas gigante para su tamaño; Sophie se ha presentado en mi habitación, se ha sentado a mi lado, en un pequeño taburete que hay en mi escritorio, y me ha sonreído, con suavidad, con la delicadeza de una joven niña de tres años.
Es verdad que ya no tiene tres, sino cinco, y que seguramente ella no recuerde a aquel extraño que invadió su casa, que no hablaba su lengua, aquel tipo al que tenía que repetir una y otra vez los enunciados de una conversación bilateral en un francés de bajo nivel léxico.
Y ya digo, no sé por qué me ha llegado ese pensamiento a la cabeza, ha sido repentino, brusco, silencioso y sigiloso a un tiempo, pero también bien recibido. Me alegra acordarme de ella, de la ingenuidad de una niña, de una infanta que sueña arropada aún por sus padres, que mira al cielo y sólo ve nubes de felicidad, que no tiene que preocuparse por nada de lo que pase a su alrededor. Una pequeña que algún día será capaz de cocinar, de conducir un coche, y que, ahora, en los parques, aún es ajena al mundo, aún es feliz.
Me gustaría volverte a ver, ahora, Sophie, ahora que aún puedes ser feliz. Mientras tanto, no me recuerdes, no tengas conciencia de lo que es el mundo, sé humana, vive en tus parques y en tus juegos de infancia, vive con una sonrisa en los labios, vive, en definitiva, que ya tendrás tiempo para tener vida. Sigue sonriendo, así, y quédate si quieres en el taburete, pero no mires lo que hago, yo ya sé qué es la vida.
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