La noche cae sobre Lavapiés y el barrio no pierde su fuerza. Hace calor y en la calle, a la salida del teatro Valle-Inclán, un centenar de personas toma el aire como si el mundo estuviera paralizado. Debe de haber, en la misma plaza, al menos cuarenta nacionalidades diferentes, personas de toda raza y preferencia bajo las mismas luces. En las ventanas, la gente asomada para ver el espectáculo de la vida en comunión, con un aura de humildad y lógica.
Al fondo de la plaza, en una esquina, una luz se enciende y unas cortinas se mueven un poco. Una sombra parece desvestirse y vestirse de nuevo, pero sólo eso, una sombra que se pone y se quita la ropa tras una cortina. La luz se apaga y pocos segundos después vuelve a encenderse. La misma sombra cruza la habitación, no sabemos si la misma persona.
Unas pocas calles más arriba, entre las sábanas de algún cuarto desgastado, el mundo desaparecerá, y quedarán también otras sombras, mientras en la calle continuará el ruido de la gente en los bancos, a la luz de unas pocas farolas negras.
En Madrid, en Lavapiés, el recuerdo.
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