Cuando viajo suelo moverme solo. Voy a sitios en los que hay alguien a quien voy a ver, con quien paso un par de días, luego vuelta en solitario hasta el lugar donde me encuentre. No es algo que me moleste demasiado. No es algo que me moleste siquiera. Quienes me conocen saben que necesito ratos de soledad, que me gusta rodearme de buena gente, pero que no puedo vivir sin encerrarme un rato en mí mismo y luego volver al mundo.
La última semana me uní, sin embargo, a un viaje en grupo: seis personas en un coche relativamente grande -y al mismo tiempo bastante pequeño- entre pueblos y carreteras alemanas. Atascos, -muchos, al estilo alemán- diferentes modos de entender los viajes, de planear las rutas, de vivir y de reírse de la vida, algún pequeño percance sanitario, cervezas y risas.
Es algo que no suelo hacer. Suelo ir solo al volante, no pendiente del frío que tienen los unos y los otros, de si aquella o esta persona se encuentra bien, de si hay que parar para ir al baño, de si visitamos esto o lo otro. Así que, en realidad, a este tipo de viajes no estoy demasiado acostumbrado, pero de vez en cuando te devuelven al mundo, te demuestran que las diferencias están ahí, pero sobre todo, que las risas, las muchas y buenas risas, son mejor en grupo.
Después de esto, la vuelta, la despedida y el final a medias. La casa vacía. Los nuevos principios.
Lo más extraño de todo es que este viaje "no me correspondía" hacerlo y me han invitado a participar de él. Y lo agradezco.
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