jueves, 24 de noviembre de 2016

Hong Kong IV: Lantau II

Desde la estación de autobuses que se encuentra a los pies del Gran Buda luchamos contra el sol y la falta de indicaciones para tomar un autobús que nos llevara hasta Tai O, un pequeño pueblo de pescadores al suroeste de la isla. La carretera para llegar hasta allí está rodeada por todas partes de árboles y, cada ciertos metros, una vaca aparece en el camino para retrasar el viaje. Al llegar, el mar. Una calle comercial recorre gran parte del pueblo, con pescados secos por todas partes, pequeños restaurantes para comer noodles o arroz, todo agolpado en la estrechez de la calle, de no más de dos metros de ancho. Dimos un pequeño paseo por el pueblo y volvimos al muelle, donde pequeñas barcazas de pescadores atracadas cerca de la orilla se mecen con las olas y el viento frente a casas sostenidas en pilares sobre el propio mar.  


Pienso ahora en aquel día y en el actual. En estos momentos los pescadores estarán faenando o empezando a ello, mientras que aquel día las barcazas habían regresado ya a puerto con las capturas; el sol empezaba a ponerse justo tras la colina por la que se escondían los aviones para aterrizar en el cercano e imperceptible aeropuerto y, de este lado, un pequeño paseo marítimo que conectaba dos zonas del pueblo y que servía de maravilloso mirador desde el que se contemplaban los enormes cargueros y petroleros junto a pequeñísimas barcas de pescadores frente al rompeolas. El mar, la calma de nuevo, otra vez Hong Kong sin ser Hong Kong, otra vez una imagen que no es lo que pensamos que vamos a encontrar. Y, por encima de todo, el sol, el calor y la humedad. Montañas y más montañas, árboles y más árboles. La grandeza de la naturaleza unida en un único paisaje. 


Volvimos a la estación y tomamos un autobús con destino Mui Wo, al oeste de la isla. El trayecto entre Tai O y Mui Wo no llegará a los treinta kilómetros, pero se hicieron eternos. Más de una hora de viaje entre las dos poblaciones por carreteras repletas de curvas y con paradas en mitad de la nada, la más absoluta selva. La noche cayó sobre el autobús y nos asedió el cansancio. Nuestra parada era la última y eso nos permitió echar una pequeña cabezada -o, al menos, intentarlo- a pesar de las curvas. Una vez llegamos a nuestro destino, enfilamos el camino hasta muelle para tomar el ferry con destino Central, de nuevo en la isla de Hong Kong. 

Como era de noche, desde el ferry sólo se veían las luces de otros barcos y el agua que rodeaba el nuestro. La oscuridad es completa en el mar de no ser por esas luces que se balancean y vibran a lo lejos, amarillas, blancas y rojas. L. estaba tan agotada como yo, pero ella se quedó dormida, mientras que yo, poco habituado a viajar en ferri, no paraba de pensar, apoyado en la ventanilla, en el mar, en lo que lleva por debajo y en lo poco que nos muestra. Cada cierto tiempo saltaba algo entre las sombras, o yo lo imaginaba, y cada pocos metros algún resto de basura lanzada al mar aparecía junto al ferri: periódicos, latas, alguna zapatilla... El mar lo recoge todo, y todo se lo lanzamos nosotros. Otros ferris nos adelantaban o se cruzaban con nosotros. La cantidad de ferris que se pasean entre estas aguas y el tiempo que pasa esta gente en el mar... Para mí es algo tan extraño como emocionante. 

Lantau se encuentra al oeste de la isla de Hong Kong y, puesto que Mui Wo está al este de Lantau, de frente desde el muelle se encuentra la isla de Hong Kong, pero hay que bordearla en dirección norte para llegar hasta los muelles de Central. Empezamos a ver edificios enormes y luces de colores mucho antes de atracar. La ciudad que te esperas, la que de verdad es Hong Kong antes de pisarla y la que sólo es una parte de Hong Kong cuando estás allí. La brisa marina, fresca, contrasta con lo que uno sabe que va a encontrarse cuando llegue a puerto. La realidad va a ser otra muy distinta. Los edificios se erigen dominándolo todo, en cambio, en la isla de la que venimos, es la naturaleza la que domina casi todo, son los árboles los que se muestran por encima de lo demás, destaca el verde por encima de las luces, la vida por encima del hierro, la humanidad por encima de las prisas, los pescadores por encima de los peces. La entrada, eso sí, en Central, deslumbra casi literalmente e invade el alma de una sensación indescriptible, de la belleza creada por el hombre para el hombre: nosotros somos la noche, parecen decir los edificios allí, el resto, es sólo oscuridad. 

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Hong Kong III: Lantau I

Hong Kong suena a London Grammar. Supongo que nunca seré capaz de dejar de relacionar este grupo con esta ciudad. Y no es que tengan nada que ver aparentemente, pero en casa de L. suena a todas horas, me atrae la música hacia otros espacios que ya no están. La mañana que nos acercamos a Lantau, sonaba London Grammar y, ahora, a diez mil kilómetros de distancia, lo escucho para evocar el recuerdo. 

Tras desplazarnos hasta la isla y llegar a la estación de metro de Tung Chung, para a comer algo y, como cada media hora, a por una botella de agua del 7eleven, nos pusimos a la cola para llegar en teleférico hasta el Gran Buda, que corona uno de los altos de la isla. El viaje en teleférico no dura más de quince minutos y ofrece unas vistas espectaculares de la isla y del aeropuerto. Asombrosamente verde, Lantau es un paraíso natural comparado con la isla de Hong Kong o Kowloon. Es impresionante lo verde que puede ser Hong Kong, sobre todo si lo que esperamos encontrar no son más que edificios y más edificios. La sorpresa y el asombro están asegurados. El teleférico se eleva imparable y seguro dejando a sus espaldas el centro comercial y el inmenso aeropuerto, construido sobre una isla artificial pegada a Lantau. Desde el punto más alto del camino, con los árboles y algún pequeño santuario bajo nuestros pies, además de un caminito que recorre la isla de punta a punta en el que, como hormigas, se encontraban algunos visitantes más aventureros, se empieza a vislumbrar la enorme figura del Gran Buda. No parece demasiado grande desde ahí, pero lo es y, a medida que nos vamos acercando, lo podemos comprobar. Aparece a nuestra izquierda, al fondo. L. prefiere no mirar demasiado, tiene algo de vértigo y, la verdad, no es el mejor medio de transporte para quienes sufren de ese mal. 

Al llegar, lo de siempre: primero una tienda de regalos y más adelante restaurantes y tiendecitas de productos típicamente turísticos y un 7eleven que vuelve a darnos la vida a base de agua. El acceso a la zona del Gran Buda está marcado por un paseo ancho custodiado por estatuas de soldados a ambos lados. El sol quema y la humedad agota, el día no es el mejor para pasear tranquilamente, porque cada pocos metros tenemos que pararnos a beber, pero aquí estamos. El Gran Buda ahora sí se nos aparece enorme y ya sólo nos quedan las escaleras que nos lleven hasta él, 268 peldaños que aún nos separan de la primera meta del día. Al subir los escalones, atestados de turistas y autóctonos, la enorme figura nos da la cara. Está sobre una plataforma circular y no se ve mejor que desde abajo, más bien al contrario. Mira de frente a la isla y, con sus dos enormes orejas, parece escuchar todo lo que sucede en Hong Kong. Y, de paso, vigilar el monasterio de Po Lin, a escasos metros del lugar. De espaldas a él, la inmensidad del mar y un número incalculable de islas e islotes que se pierden en el horizonte y gracias al sol, que acaba por confundir con su luz el cielo con el agua. 

El monasterio de Po Lin está custodiado por cientos de varas enormes de incienso, algunas de más de un metro y medio de alto y más anchas que un balón de balonmano, amarillas y con inscripciones en chino. El olor a incienso es, como de costumbre, lo primero que destaca del lugar, rodeado por árboles y bastante más tranquilo que la atracción turística por excelencia de la isla: el Gran Buda. Para prender el incienso hay dispuestos una serie de "hornos". El acceso vuelve a ser una suerte de capilla con una figura dorada de Buda, una estancia amplia y colorida. Como no entiendo muy bien la religión, me impresionan las imágenes, entre diabólicas y misteriosas, seres desconocidos que, imagino por su color dorado, tienen un valor simbólico enorme. Frente a estas estatuas, siempre, alimentos, como los que se encuentran en los pequeños santuarios repartidos por las calles, especialmente fruta. Una vez que se accede al recinto dejando atrás esta capilla, nos encontramos ante un patio y el edifico que, aparentemente, es el principal. El sol sigue atosigándonos y la humedad no deja de provocarnos sed y pronto se acerca la hora de la comida. El cansancio nos abate. 

Subimos las escaleras que dan acceso al edificio principal y lo que vemos sorprende, como todo en esta ciudad, por su colorido. Una habitación amplia, con una zona vallada por unas verjas de colores dorado y rosado. De frente, tres estatuas doradas, encerradas dentro de una cristalera adornada con columnas pintadas con colores que van del azul al dorado. Las imágenes del interior no son exactamente iguales, se diferencian en la posición de sus brazos: elevan uno u otro o ninguno. Todo en ellas reluce intensamente excepto el pelo, de un fuerte color negro que se ilumina un poco gracias a la luz que entra y se refleja en los espejos que se encuentran justo detrás. Las vigas del techo son de un color rojo anaranjado y en los huecos están representadas imágnes de seres desconocidos para mí, sobre un cielo azul. Los soportes de las vigas están adornados con vivos colres y figuras que recuerdan a flores de imposibles colres. A cada lado de la estancia se disponen una serie de cojines para la oración y, frente a ellos, sobre paredes amarillas, unas láminas de piedra con inscripciones. La estancia no recuerda en nada a lo que podría ser una iglesia católica, en ella parece celebrarse la vida y no la muerte, la alegría y no el sufrimiento. Salimos de allí y vamos en busca de comida y damos con un restaurante vegetariano dentro del propio monasterio. No tenemos muy claro qué es todo lo que nos dan de comer, pero está delicioso y nos da fuerzas para volver a la vida mundana.

Hong Kong II: Chi Lin y Wong Tai Sin

Hong Kong no es realmente China, o, al menos, no la China que pensamos desde aquí. Es una ciudad activa, cargada de vida y movimiento, gente elegante, guapa y deportista que presume de su aspecto, que es un producto. Prácticamente en cada esquina aparece un Starbucks, enfrente de carteles que incitan a un consumo desmesurado e innecesario, moda en todos los rincones, relojes caros y coches de lujo. Junto a esto, es también una vida humilde de la gente que se ha visto sobrepasada por el exterior. Hong Kong está cargado de lujosos restaurantes occidentales en los que puedes pagar veinticinco euros por una hamburguesa, pero también de restaurantes humildes y acogedores en los que unos noodles, algo de dim sum y su correspondiente té o agua caliente no cuesten más de seis euros. Hong Kong es contraste.

Entre todo el barullo de la ciudad, entre el ruido, los coches, las prisas y la gente que corre teléfono en mano, hay un lugar paradisíaco en pleno corazón de la isla de Hong Kong. Diría que, para mí, es el mejor lugar que encontré en la ciudad, seguramente porque no me lo esperaba. 

Nada más salir del metro de Diamond Hill y cruzar la calle, aparece un jardín ante nosotros. Por encima pasa la autopista, los coches a nuestro alrededor se pelean con el asfalto y la humedad y no parece el mejor sitio para pasear relajadamente. Pero nada más lejos de la realidad. El jardín parece más bien un parque enorme y en él se pueden encontrar templos, pequeños lagos, incluso un restaurante vegetariano bajo una cascada. De repente, los rascacielos, cercanos, que rodean el parque y se ven desde él con total precisión, parecen lejanos y uno consigue evadirse de la realidad de una ciudad que no descansa. Aunque, en realidad, esto también es parte de esa ciudad. 

Junto a este paraje verde, tras salvar la carretera a través de un puente, se llega al convento de Chi Lin, dominado por la tranquilidad más absoluta, la antítesis de la ciudad dentro de ella misma. Es un lugar sagrado en el que se respira una vida diferente a la de la ciudad. Es maravilloso ver cómo esta construcción de madera se mantiene con esa paz delante de una colina rodeada por edificios de más de treinta pisos. 

El convento (al menos para los turistas) está formado por dos patios: uno que sirve recepción a los visitantes, lleno de árboles podados con esmero y pequeños estanques, es un lugar bastante amplio; el segundo es un patio relativamente restringido en el que un guardia vigila que no se hagan fotografías, es una especie de claustro conventual al que se accede por una suerte de capilla budista y que está rodeado de otras cuantas capillas hasta dar, justo en el otro extremo de la entrada, con la que parece la más importante. En este segundo patio no se escucha absolutamente nada, en él el tiempo pasa lentamente, no importa lo que haya afuera, lo único que interrumpe el sosiego es el guarda que cada poco acelera el paso para acercarse a algún turista al que ha pillado infragati haciendo fotografías del santuario. 
En cada uno de los patios, situado en el centro, un enorme incensario purifica el lugar, ambienta con el olor intenso que se esparce por el aire y que apenas llega a todos los rincones. Dentro de los incensarios se consumen varias barritas alargadas que se convierten en un humo denso que se eleva hasta perderse en el sol de la tarde, en la humedad del ambiente. Un lugar perfecto para el descanso de la imparable Hong Kong.


Contrasta con este monasterio el templo de Wong Tai Sin al que llegamos más tarde el mismo día. Después del sosiego que experimenté en Chi Lin, llegar a este templo taoísta me impresionó bastante. A las puertas se encontraban toda clase de puestos con elementos religiosos y, especialmente, incienso. Dentro, un santuario abarrotado compuesto por diferentes edificios, destaca uno que se sitúa tras una pequeña escalinata frente a la que se sitúan doce estatuas que representan los animales del zodiaco chino. Allí la gente se dedica a hacerse fotos, subir y bajar, entrar y salir y no parar. Frente al templo, varios incensarios enormes están cargados con las barritas quemadas de los miles de visitantes que llegan cada día a rezar y a conocer su futuro o las respuestas a sus preguntas. En un espacio delimitado frente al templo, una decena de personas agita unos vasos de madera cargados de palitos más o menos planos, también de madera. Por cada pregunta que tengan, agitan el vaso hasta que uno de los palos cae al suelo. Apuntan lo que está escrito en él y lo vuelven a introducir en el vaso y vuelta a empezar. Una vez que ya han hecho todas las preguntas, se dirigen a una especie de vidente, que será quien se encargue de dar una lectura a las respuestas obtenidas. Una locura cargada de ruido y respuestas rápidas comparada con el monasterio. La vuelta al barullo a tan sólo unas paradas de metro.

lunes, 26 de septiembre de 2016

Hong Kong I: Ciudad vertical.

Introducción

Ya ha pasado un tiempo desde que volví de Hong Kong y es momento de sentarse a escribir. Lo que seguirán serán unas cuantas entradas sobre esta ciudad gracias a las notas que tomé allí, a las fotografías y a los recuerdos. Procuraré seguir un tema principal en cada una de ellas para no divagar demasiado y no hacerlas excesivamente extensas. 


Ciudad vertical

De los imponentes rascacielos de la ciudad no puede decirse, en muchos casos, que sean grandes; son más bien altos. Y la diferencia es notoria. En muchos casos los rascacielos ocupan un diminuto espacio de suelo y se elevan hasta alturas insospechadas, más arriba de lo que muchos pájaros seguramente se atreveran a volar. Revestidos por andamios de bambú, estos edificios se elevan para albergar a millones de habitantes en un territorio bastante pequeño. No es una ciudad apta para quienes tienen miedo a las alturas. 

Desde el tren del aeropuerto se empiezan a distinguir los edificios y ya se diferencian claramente la isla de Hong Kong y Kowloon, que pertenece al continente. Más tarde me enteraría de que la Región Administrativa Especial de Hong Kong está formada en realidad por cuatro zonas: Kowloon, Nuevos Territorios, la isla de Hong Kong y el resto de islas. A medida que uno se acerca al centro ve cómo cambia el paisaje, desde ese tren que lo lleva directamente al centro de una de las ciudades más peculiares del mundo. 

Hong Kong es sus rascacielos y sus cuestas, sus escaleras mecánicas y su metro, sus habitantes alienados en sus teléfonos móviles y con la prisa propia de la vida dedicada al trabajo y sus turistas. Es una ciudad cargada de contrastes, de quienes pueden permitírselo todo y de quienes se pueden permitir algo más que nada. En esos rascacielos, repletos de oficinas y salas de masaje con y sin final feliz, de bares y diminutas casas. Los carteles se visten de neón y son de un tamaño gigantesco a veces: da casi miedo mirarlos de día, tristes y sin color, pero por la noche sorprenden, atraen por sus colores y sus indescifrables mensajes para el ojo del perfecto desconocedor del cantonés. Mientras paseaba esas calles jugaba a imaginar qué había detrás de cada uno de ellos, qué misterios se esconderían detrás de las puertas de esos establecimientos, qué comida sería la que se encontrara detrás de tal o cual carácter.  

Junto a todo esto, el calor y la humedad son aplastantes y provocan en el cuerpo la sensación constante de sudor y suciedad, por lo que todos los edificios están equipados como mejor pueden para paliar esa percepción. Llama la atención la catedral cristiana que se encuentra en Central: En ella, grandes ventiladores cuelgan del techo a media altura, sujetos por largos brazos de metal que se tambalean con el giro y que consiguen disminuir el bochorno sólo si uno se encuentra justo debajo de ellos. La casa que L. me ofrecía para quedarme los diez días que he pasado allí, es decir, su casa, se encuentra en el piso número doce de un edificio de un rosa chicle en Kennedy Town, uno de los barrios de la isla de Hong Kong, y como todos los apartamentos de la ciudad, cuenta con un aire acondicionado que ayuda a sobrevivir de noche y de día, no sólo por ahuyentar el calor, sino también por desbaratar la humedad constante. Según me contó A., el color rosa de muchos edificios tiene que ver con un tipo de pintura para prevenir o minimizar humedades, y debe de ser bastante efectivo, porque dudo que, de lo contrario, pintaran tantos edificios así. 

Los apartamentos de L. y de A. y J. no están mal para una persona o para una pareja, pero no podría imaginarme a una familia viviendo en ninguno de los dos y, sin embargo, parece que es así. Cierto es que ambos apartamentos se encuentran bastante céntricos y que, quizá, las familias con hijos prefieran vivir en lugares algo más apartados, pero los edificios, a pesar de esa altura, no parece que puedan albergar ninguna casa de un tamaño que, para un español, parezca decente. Apartamentos de 50 metros cuadrados quedan descartados en la mayoría de los casos al ver lo que ocupan esos edificios que se elevan como gigantescos tallos de flor. Es necesario contar con ascensores en prácticamente todos los edificios, y en ellos se empieza a ser consciente de la altura cuando se entaponan los oídos por la presión, en ocasiones más de una vez por trayecto mientras se sube y se sigue subiendo a, por ejemplo, la terraza de algún bar pensado para occidentales desde la que se muestran imágenes maravillosas e impresionantes de una ciudad que desde esa posición parece única y que, desde el suelo, lo es. En esa posición privilegiada que ofrece la altura, el mundo es insignificante, sólo importa por unos minutos la belleza de la imagen, de la ciudad, y es ahí donde uno termina de enamorarse de ella, en los segundos que tardan diminutas gotitas de agua en cubrir la botella de cerveza, el vaso de whisky. 

Al volver a bajar, desde la calle, mientras los taxis y los autobuses y tranvías de dos pisos pasan frente a nosotros, desde la insignificancia que presta el suelo, se observan cientos de ventanas en cada uno de estos edificios, no hay apenas un hueco que no sea cristal o aparato de aire acondicionado. Ventanas más viejas que modernas dan luz a cubículos de una vida apretada e íntima, y muestran, a quienes están dentro, una ciudad única y heterogénea, cargada de historias a ras de suelo y a ras de cielo. 

Desde arriba, la belleza, el olvido. Desde abajo, la realidad y la vida.

martes, 12 de julio de 2016

El sol y las historias

A veces sale también el sol en esta ciudad, cuando el viento arrastra las nubes perpetuas hacia un horizonte que parece lejano y no lo es. Por las ventanas se intuyen los rayos de sol hasta bien tarde en la noche, hasta la hora en la que en invierno la ciudad ya casi duerme y sólo unos pocos dejamos la tranquilidad del sueño para más tarde. Amanece en mitad aún de la madrugada y los pájaros nos acercan a la vida cantando más temprano de lo que a mí personalmente me gustaría. 

A través de los cristales entra hoy el sol y llega a los pies de la cama frente a la que estoy y casi me ilumina las piernas. Tengo la manía de dormir con las cortinas descorridas, las persianas levantadas, de ver el sol desde el primer momento en el que abro los ojos. No suele pasar, bien es cierto, que me despierte y haga sol o no llueva -tengo la sensación de que este último año ha llovido bastante más que el pasado-, pero aun así me gusta que me despierte el sol, me gusta la sensación de despertarme con el mundo y no con el sonido de un despertador traicionero, que no avisa antes de actuar. Siempre me he enfadado con mis padres cuando entraban en mi habitación por la mañana temprano, o por la noche, y decidían que bajar la persiana era mejor opción que dejarla subida. Nunca he entendido esa obsesión que tenemos todos de creer que lo que a nosotros nos parece bien les parece bien también a los demás. Supongo que es difícil aceptar que hay preferencias diferentes, como cuando nos enteramos de que a alguien no le gusta el chocolate, o la cerveza, o los huevos fritos, y pensamos que podríamos alimentarnos eternamente de esos tres alimentos si no nos fueran a llevar a la destrucción arterial. Me gustan las persianas levantadas, como me gusta que haya luz cuando duermo; para no ver, ya cierro yo los ojos, he pensado siempre. Cuando de pequeño dormía en casa de mi abuela, recuerdo, no me agradaba dormir en esas habitaciones sin ventanas, aunque lo hiciera. Tal vez fuera miedo, pero, sea como fuere, se ha convertido ahora en una preferencia; me gusta sentir que, mientras yo me meto en la cama, mientras las sábanas se revuelven bajo mi cuerpo por el sueño o por el sexo, en la calle la vida continúa y yo me independizo de ella. La oscuridad no me permite sentirlo. No consigo encontrar la comodidad en estar completamente a oscuras y vivir desaparecido. Aborrezco la total oscuridad, diría, como también aborrezco la absoluta presencia de luz, cegadora e innecesaria.

Hoy es uno de esos días en los que el sol se deja ver de vez en cuando y pienso en otros lugares en los que he disfrutado del sol y de los colores y las sombras. Suena música en el mismo ordenador desde el que escribo y estoy apoyado contra la pared, en el suelo, dejando que la luz del sol me roce y las piernas e ilumine esas pequeñas pelusillas blancas que se elevan hacia el techo en una danza acompasada, hipnotizadora y secreta. Como si fuera ya camino de encontrarte. Pienso en esta canción como pienso en muchas otras, que me llevan al verano en otras latitudes, mientras saco de ellas poco más que unos versos concretos que modifico en función de los recuerdos. Las canciones van cambiando sin ningún tipo de orden, pasan de un grupo a otro. Llevas años enredada en mis manos, en mi pelo, en mi cabeza. Pienso en la cantidad de canciones que hablan de amor, en la cantidad de historias de parejas que se cuentan, y me pregunto cuántas encajarán dentro de una misma historia cambiando Conil de la Frontera por Madrid, Sevilla por Valladolid. 

Es curiosa la experiencia de saberse uno más del mundo, de reconocer en los demás que tienen vidas tan intensas como las nuestras. Es curioso saber que hay lugares donde ya no se nos reconoce y que una vez disfrutamos con estas mismas canciones y sus historias, que la gente a la que conocemos está en algún lugar del mundo haciendo una vida independiente de la nuestra y bajo este sol con otras sombras. A veces no lo pensamos, a veces sólo vemos que el sol entra por nuestra ventana, que la ventana está mejor bajada que subida, pero no que todos los demás tienen una vida independiente, unas sensaciones, unos sufrimientos, unas victorias, unos orgasmos, unos malestares, unas opiniones, unas sombras, unas canciones y unas historias. Y es tu corazón una montaña rusa: bajando por tu blusa se escribe esta canción. Cuántas montañas rusas serán cuántos corazones y cuántos serán pares de botas sucias, me pregunto. Cuántos se habrán ensuciado de caminar en el barro de qué historias y de qué recuerdos.  

Mientras el sol entra por esta ventana, mientras mi cerveza se termina, alguien me escribe al móvil: para ellos están la playa, la arena, el agua y el salitre; para mí, el aire, las nubes que vuelven a llegar y la cerveza y otras cientos de historias, la conciencia de que hay otros y la seguridad maldita de que lo nuestro es único y, sobre todo, irrepetible. 

viernes, 3 de junio de 2016

De viajes, infancias y recuerdos

De alguna menera inconciente mi vida ha estado siempre unida a los viajes, aunque nunca haya viajado tanto como, ahora lo sé, me hubiera gustado. Pero eso no ha impedido que los viajes sigan surtiendo en mí una sensación de libertad y de encuentro con uno mismo que a día de hoy sigo sin saber expresar con palabras y que ni siquiera entiendo, sólo intuyo. 

Mi familia ha sido siempre una famiiia normal, obrera, con sus problemas por allí y sus alegrías por allá, sin lujos, lo necesario para vivir y poder disfrutar el día a día, a veces incluso soportarlo, y nunca ha sido dada a realizar grandes viajes ni vacaciones, si acaso alguna excursión a algún lugar cercano. Luego llega siempre el arrepentimiento: no conocemos nada, nunca vamos, podríamos haber hecho, visto, tomado, oído, olido, tocado... Sentido, en definitiva, que eso es viajar. Pero poco tengo, aun así, que reprocharles, porque de alguna manera, sospecho, también mi familia es culpable de mi necesidad de no parar. A veces es difícil explicar que estar más de dos semanas en un sitio resulta en cierto sentido agobiante, no por estar, sino por no ir, y que no ver el paisaje moviéndose a tu alrededor y a la gente con maletas en cualquier estación del mundo  supone una suerte de estrés decadente y feroz, pero supongo que es comprensible que la gente no sea capaz de aceptar esa vida entre el todo y la nada, entre las cajas cargadas de trastos de mudanza y libros, y el armario vacío de ropa, porque adónde llevas la ropa, si no cabe en una maleta pequeña y elegirla es un jaleo, un problema.

La ropa me da igual, con poco me apaño, he dicho siempre, pero los libros... Cuando alguien me dice que me pase al libro electrónico porque con tanto viaje es mejor no cargar con cientos o miles de páginas, intento explicarle que no puede ser, que leer no es sólo una experiencia literaria o cultural, sino más bien, y sobre todo, una experiencia vital. Al regresar a casa, regresaría con un mismo libro electrónico, con algún golpe de más y con menos batería, pero nada más. Cuando cargo con libros (Brooklyn Follies me acompaña hoy en mi viaje a Augsburg, atravesando Alemania de norte a sur), sé que regresaré de algún modo con ese libro en la experiencia, y las páginas, las letras, algo recordará que estuve allí la próxima vez que yo, o que alguien cualquiera, a saber, abra ese libro. Me pasa también con las libretas: en ellas, como en los libros, guardo recortes de periódicos, tickets de autobuses, fotografías, manchas de café, de té o de cerveza (seguramente éstas últimas sean las más comunes), una de mis libretas, de hecho, tiene como recuerdo de una fuerte tormenta el destrozo casi absoluto, las páginas abultadas por la humedad y descosidas del lomo, pero es lo que la hace especial, porque será la que siga, donde sea que yo esté, recordándome cuando la retome para leer las sinrazones que escribiera en su momento, que un día, una mañana, de camino a la Universidad en Bonn, me calló el aguacero más grande de mi vida, me obligó a descalzarme en la Facultad y a caminar por los pasillos de moqueta del tercer piso con los pies desnudos. A otros eso no se lo contará, pero a mí sí. Día tras día.

En fin, que otra vez de viaje, otra vez pasando horas y horas entre trenes, aviones y desconocidos a los que no les importa nada lo que yo piense, haga o escriba, y que sin embargo me dan la seguridad de que estoy de alguna manera en casa. Especialmente los trenes: es algo inevitable. Tiene que ver en ello, lógicamente, el trabajo de mi padre, pero también el de mis dos abuelos. De ninguno tengo recuerdos en el trabajo, ni siquiera sé si aún trabajaban cuando yo pisé por primera vez el mundo, pero sé por las historias que me llegan que ambos vivieron en una estación de ferrocarriles, de hecho, de L. es la única casa que conoczo, y allí aprendí a montar en bicicleta, entre raíles y traviesas de madera. Había sido guardagujas, porque fue tonto, me dijo una vez, ya al final de su vida, cuando aún no era consciente de lo que iba a ser su final y nosotros, al menos yo, no sabía si quería que llegara más temprano o más tarde. "Fui tonto, o bueno, no sé, porque yo tenía una tía monja y me pudo enchufar en cualquier puesto mejor, pero yo no quise tener nada que ver con eso, yo quería hacer las cosas bien, y así empecé, haciendo kilómetros y kilómetros al día, apretando tornillos, con la llave colgada al hombre, metiéndome en los huecos de los túneles para evitar que me atropellara el tren y llegando a casa tiznado de negro, como un topillo, al sol, lloviera o granizara, hiciera el tiempo que hiciera, yo me iba solo de un lado a otro con la llave, una llave que no pesaba poca cosa, viendo que los tornillos estuvieran bien apretados, en lugar de estar en cualquier oficina, pero a ver, yo no quise. Supongo que prefería andar." Y anduvo. Moverse y no parar.

La que fue su casa está en una estación con poco tránsito, como casi todas las de Extremadura, al sur, y supongo que alguna vez habrá sido una estación importante entre Sevilla y Mérida, pero ahora ya no, ahora ya sólo dos o tres trenes al día que se llevan más viajeros de los que traen. Atravesando las vías, desde la estación, se llega a esa casa, blanca, humilde, destartalada a trozos, incómoda para alguien mayor y para alguien joven, sobre todo en verano. Un huerto le da vida y color cuando florece y los perros ladran constantemente en cuanto oyen a alguien acercarse. Ahora son esos canes los únicos habitantes permanentes del lugar junto con las gallinas. Allí llegábamos por la mañana en el tren que iba camino de Sevilla, pasábamos el día en la casa, veíamos pasar quizá algún tren con mercancía ("Ése lleva trigo", "ése viene vacío, va a cargar", ése es nuevo, no sabemos qué llevará", "ésos son de maniobras, no sé qué estarán haciendo por ahí"), y al caer la tarde, poco después de la siesta, sin habernos separado casi de la casa ni de la infancia, regrasábamos en el tren que por la mañana nos había dejado en ese lugar que era también hogar y que era la patria de la libertad y del recreo, de la familia, y que para otros muchos era, simplemente, el lugar en el que empezaba o terminaba el viaje, inicio o final. Para nosotros, para mí, sin embargo, los trenes, el viaje, el lugar donde nadie paraba, era el lugar en el que estar, la línea temporal de ese viaje, que empezaba donde terminaba y viceversa. No había que llegar allí para irse, había que llegar allí para estar y ser.

viernes, 11 de marzo de 2016

Soy de trasnochar

Soy de trasnochar, no sé si desde siempre, pero sí desde hace algún tiempo. Supongo que parte de la culpa la tienen las eternas y benditas traducciones, la gramática y los libros que no dejan de querer ofrecerte un par de páginas más. Y así pasa, que cuando se apaga la última luz en el barrio, cuando la calle queda prácticamente a oscuras, mi escritorio sigue iluminado y la cerveza se consume lentamente, bajándome por la garganta, fresca, con el sabor de la realidad y los misterios, arrastrando sus historias y mis miserias y (pocas) virtudes. Soy de trasnochar y en este país eso no está del todo bien visto: los niños están a las nueve de la mañana jugando con sus padres en el parque mientras yo me tambaleo entre las aceras, en busca de un tranvía que me acerque a la vida en sociedad de la que vivo a veces apartado -por noctámbulo-, un tranvía que ponga orden en los horarios y las tareas, que me lleve al trabajo, un trabajo que suelo empezar tarde por el horario que me han dado, como si sabiendo que, viniendo de donde vengo, levantarse a las cinco y media de la mañana fuera un esfuerzo sobrehumano e innecesario. Sea por lo que sea, este año me libro de los madrugones, y aprovecho las noches como bien puedo, cuando los hijos de los vecinos ya no corren escaleras arriba y abajo, cuando los cuervos no emiten esos sonidos extravagantes del inframundo con los que algún dios rencoroso los ha castigado, porque, seamos sinceros, los cuervos no tienen un canto elegante. 

Soy de trasnochar y por las noches no hay vida en la calle. Acaba de encenderse una ventana justo enfrente de la mía, es grande, como de un salón. Intento imaginarme la vida que llevarán quienes habiten esa casa: ¿qué harán a estas horas aún despiertos en este país?, ¿de qué trabajarán para poderse permitir el lujo de no apagar las luces todavía y echarse a dormir? Sé de gente que en menos de cuatro horas, a las cuatro de la mañana, sale de la cama, desayuna, da un paseo, vuelve a casa, se ducha y se va a trabajar. A las cuatro de la mañana. ¿Qué habrá en invierno en la calle a las cuatro de la mañana? En verano lo sé: sol, mucho sol, lo he visto porque se me ha hecho de día sentado delante de este mismo ordenador que poco a poco se va quedando viejo, o volviendo de bares: esa sensación la primera vez que en julio sales a la calle esperando que sea noche aún cerrada y de repente echas de menos unas gafas de sol, miras extrañado el reloj, pensando que la noche se te ha pasado de golpe y no es eso, es que las horas de noche se han reducido incansablemente hasta hacerse ínfimas y tú, que procuras no trasnochar a pesar de todo, no lo habías vivido aún. Pero en invierno no hay nada, y si lo hay es imposible verlo; en estas aceras la oscuridad es casi absoluta, las pocas farolas no permiten ver mucho más allá de tres o cuatro metros. Suficiente, por otra parte. 

Soy de trasnochar y de leer con cerveza -tal vez whisky, que un libro es un libro-. En invierno, o ahora, que es más invierno que antes, entorno la ventana, dejo que entre el aire por arriba y pongo el agua a hervir, la vierto sobre la taza con una bolsa de té, le echo un poco de jengibre y espero que el calor del líquido contraste con el frío que llega de la calle, que el jengibre una su olor a la lluvia, agarro la taza fuertemente con las dos manos, doy pequeños sorbos y pienso que la vida es otra, que no todas las ciudades están a oscuras y en silencio, que no todas las casas están dormidas y que en alguna parte hay alguien que piensa lo mismo que yo, que lee un libro con un té, una cerveza, un whisky, que somos millones y no somos tan únicos, que coincidimos, como coinciden dos labios que se juntan por medio segundo, por error o por locura, o dos miradas que se cruzan en la calle. Pienso en la gente a la que he mirado a los ojos, de verdad, fíjamente, procurando saber lo que pensaban, y pienso en los labios que he besado, los que han besado los míos -algo bien diferente, no nos engañemos- y miro a mi alrededor y veo el vacío, los libros amontonados en el suelo, en cajas, apilados en las estanterías. Muchos están sin leer, otros a medias. El té se ha quedado frío, como los ojos con el tiempo, como los labios. Como el aire que llega de fuera. La luz de mis vecinos ya no está encendida y yo sigo siendo de trasnochar, porque por la noche se piensa en otros tiempos, en otras historias, en otras ciudades; de día, se vive la vida propia, se va al trabajo, se va a comprar, se saluda a los vecinos... Pero por la noche, cuando todo está en silencio, la realidad se vuelve íntima, el pasado y el futuro se funden, y el presente se paraliza por momentos. Quizá sea por eso por lo que soy de trasnochar.

viernes, 26 de febrero de 2016

Teatro refinado y popular

Escribía Barthes en Le Monde en 1971 del teatro de Brecht que es "refinado y a la vez popular" y que "es imposible que se dé dentro de una economía privada, en la que no podrían sostenerlo ni el público burgués, que proporciona el dinero, ni el público pequeñoburgués, que constituye el número", por lo que, necesariamente, tiene que ser un teatro financiado por entidades públicas para poder soportar los gastos de un teatro "caro, por el insólito cuidado de la puesta en escena, por la elaboración del vestuario, por la cantidad de los ensayos, por la seguridad profesional de los actores, tan necesaria para su arte". Qué razón tenía Brecht cuando buscaba un teatro rompedor, que despertara al público proletario antes de que el poder de la comunicación de masas se quedara en manos de la burguesía acomodada. Y qué poco lo pensamos ochenta años después, cuando la comunicación lo ocupa todo, y la pequeña burguesía ahora ya ni siquiera existe. Hace falta otra vez un teatro "revolucionario, significante y voluptuoso". Hace falta más Brecht, y suerte que España aún puede ver representadas, aunque sea de vez en cuando, algunas de sus obras. Lo mismo pronto llega la censura.

Vida de Galileo en el Teatro Valle-Inclán hasta el 20 de marzo.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Todos los días

Todos los días sales a la calle de la misma ciudad, coges el mismo tranvía y vas al mismo trabajo. Todos los días te encuentras a las mismas personas en el camino de casa a la oficina, los mismos ojos cansados, las mismas ilusiones en el rostro, las mismas manos silenciosas que muestran sus billetes, que sacan sus carteras, que acarician sus teléfonos. Todos los días. Una y otra vez a lo largo de la semana, del mes, del año. Da igual lo grande que sea la ciudad. Eres capaz de reconocer a los intrusos, a quienes no viajan contigo a diario. Conoces la raza del perro de la señora del gorro de lana verde, sabes cómo se llama el marido -amante tal vez- de la señora del abrigo largo y las uñas siempre pintadas de rojo -has escuchado susurrar su nombre por teléfono uno de los días que ha estado en el asiento contiguo, pero no está bien decir de qué hablaban exactamente-. Sabes en qué parada se baja el padre que da siempre un beso a sus dos hijos, que continúan tres paradas más -adiós, Max, adiós Lea-. Sabes incluso el número de pie que tiene la chica pelirroja que llega siempre en un tranvía, el número tres, y se baja para coger el que va en dirección a la estación central, un día se lo dijo a su vecina, pues por su cumpleaños le habían regalado unos zapatos de la talla 40, pero ella usa una 38; lo recuerdas perfectamente. Sabes en qué portal vive el chico que va cargado con la bolsa negra de gimnasio los lunes, miércoles y viernes, aunque el miércoles de la semana pasada llevaba una distinta, se montó una parada después de lo habitual y no lo viste salir de casa. Sabes cosas de muchos de tus compañeros de vagón, como las saben ellos de ti, porque todos los días salís a la calle de la misma ciudad, cogéis el mismo tranvía y vais al mismo trabajo y yo veo cómo os sentáis, os evitáis las miradas y guardáis silencio mientras dejo pasar el tranvía como un acto de rebelión contra la inevitable rutina.

lunes, 11 de enero de 2016

Estaciones: zonas de paso y fronteras.

Si algo hay que todas las ciudades alemanas, grandes o pequeñas, tienen en común, es el sistema de transportes. Si por la calle vemos un cuadrado azul con una U enorme y blanca, sabremos que hay una parada de metro cerca; si lo que vemos es una S también blanca dentro de un círculo verde, no tardaremos en encontrar una estación de trenes de cercanías; y en caso de que el círculo sea amarillo, sólo con el borde verde y una H también verde, estaremos delante de una parada de autobuses o tranvías, que para el caso, patatas. No hay ninguna duda ni, hasta donde yo sé, excepción que valga.

Prácticamente todas las ciudades se organizan en torno a la estación principal o Hauptbahnhof, la conocida como hachebeefe (Hbf), donde se conecta la mayor parte de tranvías, autobuses, líneas de metro, cercanías y, por supuesto, trenes regionales y de larga distancia. El centro neurálgico, vaya, de cualquier urbe germana será, pues la Hbf. Por allí pasan al cabo del día miles y miles de personas con un destino diario y monótono y otras pocas con algún destino quizá algo más innovador que el propio de la costumbre.

Así, frente a las puertas de las estaciones, se colocan normalmente grupos de personas para protestar, reclamar, mendigar, convencer y/o llamar la atención sobre algo. La de Bremen, por ejemplo, alberga, día sí y día también, algún tipo de actividad, más simbólica o menos,que provoca en quienes pasamos por ahí reacciones de toda índole. Lo más normal es ver cómo la gente corre cuando se le acercan los captadores de socios de ACNUR, de Plan o de BUND. Hay otros días que lo que hay es música, algún tipo tocando algún instrumento, cantando o tal vez bailando. Lo que no falta nunca son tres o cuatro mendicantes con sus perros, a los que los bremenses llevan comida, cafés, pienso para los animales y alguna que otra manta. No faltan los días en los que alguien ha tenido la feliz idea de ir cargado hasta allí con un altavoz enorme y pone algún discurso cinematográfico, como el archiconocido de la película El gran dictador.

Hoy, al llegar de trabajar, he encontrado en la explanada de la que hablo, a mano derecha nada más salir de la estación, un pequeño grupo de hombres puestos en fila y con carteles en la mano. Más o menos en el centro, otro sostenía una pizarra blanca. Mensajes como "ningún afgano ha participado en los sucesos de Colonia" o "los afganos rechazamos estos acontecimientos y los condenamos" se podían leer entre las frías manos de estos jóvenes y menos jóvenes. Mientras la mayoría pasaba de largo sin ni siquiera mirarles a la cara, unas cuantas personas se les acercaba a preguntar o a decirles lo que fuera. Un señor mantenía junto a ellos una discusión más o menos acalorada con una chica bastante más joven que él y ellos parecían no prestarles atención siquiera enfundados en sus gorros y capuchas para tratar de resistir el frío.

Al verlos se me han venido varias cosas a la cabeza:

La primera es la criminalización que se hace de los inmigrantes en general, como si todas fueran malas personas, como si el hecho de venir de Oriente Próximo o el norte de África fuera ya suficiente para saber todo lo que esa persona piensa, hace y quiere.

La segunda es la necesidad de autodefensa que les debe inundar cuando ven que, sin haber hecho nada, se les acusa de cualquier actuación con la que se les pudiera relacionar mínimamente; me pregunto si no llegarán a sentir miedo.

La tercera lo que les has hecho salir a la calle, ponerse delante de cientos de personas con sus caras al descubierto, prácticamente en solitario, en un país en el que algún loco podría enfrentárseles en estos días por el simple hecho de estar aquí y haber nacido en otro sitio. El valor y las ganas de mostrarle al mundo que ellos no quieren que se les vea como parte del problema, porque no lo son y lo rechazan.

Y la cuarta: Ellos mismos tienen la necesidad de diferenciarse, lo que para nosotros o para el "mundo occidental" son árabes para ellos no significa nada. Ellos son afganos, y como afganos quieren que se les vea. Es algo lógico, supongo, pero en un mundo en el que las fronteras muchas veces son difusas, ellos mismos buscan diferenciarse de otros refugiados, de otros inmigrantes. quitándose el muerto de encima. Lo que en principio me parece un acto valiente y sincero, me sabe, por este motivo, un tanto amargo, falto de solidaridad con otros que han sufrido y sufren la guerra, que tienen que huir, que buscan otros caminos para desarrollar su vida. Lo que me preocupa, en fin, no es que se defiendan, que rechacen esos terribles actos coloneses (también justo delante de una estación, por cierto), algo plenamente normal, sino que, estando como estamos todos, ni los unos ni los otros no nos fijemos más allá de nuestro propio ombligo, limitándonos, siempre, a unas fronteras que están siendo cada día un pelín más abolidas para imponer una nueva, única y mucho más peligrosa: la que separa de una vez por todas a quienes pueden y a quienes sólo, y si acaso, deben.