miércoles, 23 de noviembre de 2016

Hong Kong III: Lantau I

Hong Kong suena a London Grammar. Supongo que nunca seré capaz de dejar de relacionar este grupo con esta ciudad. Y no es que tengan nada que ver aparentemente, pero en casa de L. suena a todas horas, me atrae la música hacia otros espacios que ya no están. La mañana que nos acercamos a Lantau, sonaba London Grammar y, ahora, a diez mil kilómetros de distancia, lo escucho para evocar el recuerdo. 

Tras desplazarnos hasta la isla y llegar a la estación de metro de Tung Chung, para a comer algo y, como cada media hora, a por una botella de agua del 7eleven, nos pusimos a la cola para llegar en teleférico hasta el Gran Buda, que corona uno de los altos de la isla. El viaje en teleférico no dura más de quince minutos y ofrece unas vistas espectaculares de la isla y del aeropuerto. Asombrosamente verde, Lantau es un paraíso natural comparado con la isla de Hong Kong o Kowloon. Es impresionante lo verde que puede ser Hong Kong, sobre todo si lo que esperamos encontrar no son más que edificios y más edificios. La sorpresa y el asombro están asegurados. El teleférico se eleva imparable y seguro dejando a sus espaldas el centro comercial y el inmenso aeropuerto, construido sobre una isla artificial pegada a Lantau. Desde el punto más alto del camino, con los árboles y algún pequeño santuario bajo nuestros pies, además de un caminito que recorre la isla de punta a punta en el que, como hormigas, se encontraban algunos visitantes más aventureros, se empieza a vislumbrar la enorme figura del Gran Buda. No parece demasiado grande desde ahí, pero lo es y, a medida que nos vamos acercando, lo podemos comprobar. Aparece a nuestra izquierda, al fondo. L. prefiere no mirar demasiado, tiene algo de vértigo y, la verdad, no es el mejor medio de transporte para quienes sufren de ese mal. 

Al llegar, lo de siempre: primero una tienda de regalos y más adelante restaurantes y tiendecitas de productos típicamente turísticos y un 7eleven que vuelve a darnos la vida a base de agua. El acceso a la zona del Gran Buda está marcado por un paseo ancho custodiado por estatuas de soldados a ambos lados. El sol quema y la humedad agota, el día no es el mejor para pasear tranquilamente, porque cada pocos metros tenemos que pararnos a beber, pero aquí estamos. El Gran Buda ahora sí se nos aparece enorme y ya sólo nos quedan las escaleras que nos lleven hasta él, 268 peldaños que aún nos separan de la primera meta del día. Al subir los escalones, atestados de turistas y autóctonos, la enorme figura nos da la cara. Está sobre una plataforma circular y no se ve mejor que desde abajo, más bien al contrario. Mira de frente a la isla y, con sus dos enormes orejas, parece escuchar todo lo que sucede en Hong Kong. Y, de paso, vigilar el monasterio de Po Lin, a escasos metros del lugar. De espaldas a él, la inmensidad del mar y un número incalculable de islas e islotes que se pierden en el horizonte y gracias al sol, que acaba por confundir con su luz el cielo con el agua. 

El monasterio de Po Lin está custodiado por cientos de varas enormes de incienso, algunas de más de un metro y medio de alto y más anchas que un balón de balonmano, amarillas y con inscripciones en chino. El olor a incienso es, como de costumbre, lo primero que destaca del lugar, rodeado por árboles y bastante más tranquilo que la atracción turística por excelencia de la isla: el Gran Buda. Para prender el incienso hay dispuestos una serie de "hornos". El acceso vuelve a ser una suerte de capilla con una figura dorada de Buda, una estancia amplia y colorida. Como no entiendo muy bien la religión, me impresionan las imágenes, entre diabólicas y misteriosas, seres desconocidos que, imagino por su color dorado, tienen un valor simbólico enorme. Frente a estas estatuas, siempre, alimentos, como los que se encuentran en los pequeños santuarios repartidos por las calles, especialmente fruta. Una vez que se accede al recinto dejando atrás esta capilla, nos encontramos ante un patio y el edifico que, aparentemente, es el principal. El sol sigue atosigándonos y la humedad no deja de provocarnos sed y pronto se acerca la hora de la comida. El cansancio nos abate. 

Subimos las escaleras que dan acceso al edificio principal y lo que vemos sorprende, como todo en esta ciudad, por su colorido. Una habitación amplia, con una zona vallada por unas verjas de colores dorado y rosado. De frente, tres estatuas doradas, encerradas dentro de una cristalera adornada con columnas pintadas con colores que van del azul al dorado. Las imágenes del interior no son exactamente iguales, se diferencian en la posición de sus brazos: elevan uno u otro o ninguno. Todo en ellas reluce intensamente excepto el pelo, de un fuerte color negro que se ilumina un poco gracias a la luz que entra y se refleja en los espejos que se encuentran justo detrás. Las vigas del techo son de un color rojo anaranjado y en los huecos están representadas imágnes de seres desconocidos para mí, sobre un cielo azul. Los soportes de las vigas están adornados con vivos colres y figuras que recuerdan a flores de imposibles colres. A cada lado de la estancia se disponen una serie de cojines para la oración y, frente a ellos, sobre paredes amarillas, unas láminas de piedra con inscripciones. La estancia no recuerda en nada a lo que podría ser una iglesia católica, en ella parece celebrarse la vida y no la muerte, la alegría y no el sufrimiento. Salimos de allí y vamos en busca de comida y damos con un restaurante vegetariano dentro del propio monasterio. No tenemos muy claro qué es todo lo que nos dan de comer, pero está delicioso y nos da fuerzas para volver a la vida mundana.

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