jueves, 24 de noviembre de 2016

Hong Kong IV: Lantau II

Desde la estación de autobuses que se encuentra a los pies del Gran Buda luchamos contra el sol y la falta de indicaciones para tomar un autobús que nos llevara hasta Tai O, un pequeño pueblo de pescadores al suroeste de la isla. La carretera para llegar hasta allí está rodeada por todas partes de árboles y, cada ciertos metros, una vaca aparece en el camino para retrasar el viaje. Al llegar, el mar. Una calle comercial recorre gran parte del pueblo, con pescados secos por todas partes, pequeños restaurantes para comer noodles o arroz, todo agolpado en la estrechez de la calle, de no más de dos metros de ancho. Dimos un pequeño paseo por el pueblo y volvimos al muelle, donde pequeñas barcazas de pescadores atracadas cerca de la orilla se mecen con las olas y el viento frente a casas sostenidas en pilares sobre el propio mar.  


Pienso ahora en aquel día y en el actual. En estos momentos los pescadores estarán faenando o empezando a ello, mientras que aquel día las barcazas habían regresado ya a puerto con las capturas; el sol empezaba a ponerse justo tras la colina por la que se escondían los aviones para aterrizar en el cercano e imperceptible aeropuerto y, de este lado, un pequeño paseo marítimo que conectaba dos zonas del pueblo y que servía de maravilloso mirador desde el que se contemplaban los enormes cargueros y petroleros junto a pequeñísimas barcas de pescadores frente al rompeolas. El mar, la calma de nuevo, otra vez Hong Kong sin ser Hong Kong, otra vez una imagen que no es lo que pensamos que vamos a encontrar. Y, por encima de todo, el sol, el calor y la humedad. Montañas y más montañas, árboles y más árboles. La grandeza de la naturaleza unida en un único paisaje. 


Volvimos a la estación y tomamos un autobús con destino Mui Wo, al oeste de la isla. El trayecto entre Tai O y Mui Wo no llegará a los treinta kilómetros, pero se hicieron eternos. Más de una hora de viaje entre las dos poblaciones por carreteras repletas de curvas y con paradas en mitad de la nada, la más absoluta selva. La noche cayó sobre el autobús y nos asedió el cansancio. Nuestra parada era la última y eso nos permitió echar una pequeña cabezada -o, al menos, intentarlo- a pesar de las curvas. Una vez llegamos a nuestro destino, enfilamos el camino hasta muelle para tomar el ferry con destino Central, de nuevo en la isla de Hong Kong. 

Como era de noche, desde el ferry sólo se veían las luces de otros barcos y el agua que rodeaba el nuestro. La oscuridad es completa en el mar de no ser por esas luces que se balancean y vibran a lo lejos, amarillas, blancas y rojas. L. estaba tan agotada como yo, pero ella se quedó dormida, mientras que yo, poco habituado a viajar en ferri, no paraba de pensar, apoyado en la ventanilla, en el mar, en lo que lleva por debajo y en lo poco que nos muestra. Cada cierto tiempo saltaba algo entre las sombras, o yo lo imaginaba, y cada pocos metros algún resto de basura lanzada al mar aparecía junto al ferri: periódicos, latas, alguna zapatilla... El mar lo recoge todo, y todo se lo lanzamos nosotros. Otros ferris nos adelantaban o se cruzaban con nosotros. La cantidad de ferris que se pasean entre estas aguas y el tiempo que pasa esta gente en el mar... Para mí es algo tan extraño como emocionante. 

Lantau se encuentra al oeste de la isla de Hong Kong y, puesto que Mui Wo está al este de Lantau, de frente desde el muelle se encuentra la isla de Hong Kong, pero hay que bordearla en dirección norte para llegar hasta los muelles de Central. Empezamos a ver edificios enormes y luces de colores mucho antes de atracar. La ciudad que te esperas, la que de verdad es Hong Kong antes de pisarla y la que sólo es una parte de Hong Kong cuando estás allí. La brisa marina, fresca, contrasta con lo que uno sabe que va a encontrarse cuando llegue a puerto. La realidad va a ser otra muy distinta. Los edificios se erigen dominándolo todo, en cambio, en la isla de la que venimos, es la naturaleza la que domina casi todo, son los árboles los que se muestran por encima de lo demás, destaca el verde por encima de las luces, la vida por encima del hierro, la humanidad por encima de las prisas, los pescadores por encima de los peces. La entrada, eso sí, en Central, deslumbra casi literalmente e invade el alma de una sensación indescriptible, de la belleza creada por el hombre para el hombre: nosotros somos la noche, parecen decir los edificios allí, el resto, es sólo oscuridad. 

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