miércoles, 23 de noviembre de 2016

Hong Kong II: Chi Lin y Wong Tai Sin

Hong Kong no es realmente China, o, al menos, no la China que pensamos desde aquí. Es una ciudad activa, cargada de vida y movimiento, gente elegante, guapa y deportista que presume de su aspecto, que es un producto. Prácticamente en cada esquina aparece un Starbucks, enfrente de carteles que incitan a un consumo desmesurado e innecesario, moda en todos los rincones, relojes caros y coches de lujo. Junto a esto, es también una vida humilde de la gente que se ha visto sobrepasada por el exterior. Hong Kong está cargado de lujosos restaurantes occidentales en los que puedes pagar veinticinco euros por una hamburguesa, pero también de restaurantes humildes y acogedores en los que unos noodles, algo de dim sum y su correspondiente té o agua caliente no cuesten más de seis euros. Hong Kong es contraste.

Entre todo el barullo de la ciudad, entre el ruido, los coches, las prisas y la gente que corre teléfono en mano, hay un lugar paradisíaco en pleno corazón de la isla de Hong Kong. Diría que, para mí, es el mejor lugar que encontré en la ciudad, seguramente porque no me lo esperaba. 

Nada más salir del metro de Diamond Hill y cruzar la calle, aparece un jardín ante nosotros. Por encima pasa la autopista, los coches a nuestro alrededor se pelean con el asfalto y la humedad y no parece el mejor sitio para pasear relajadamente. Pero nada más lejos de la realidad. El jardín parece más bien un parque enorme y en él se pueden encontrar templos, pequeños lagos, incluso un restaurante vegetariano bajo una cascada. De repente, los rascacielos, cercanos, que rodean el parque y se ven desde él con total precisión, parecen lejanos y uno consigue evadirse de la realidad de una ciudad que no descansa. Aunque, en realidad, esto también es parte de esa ciudad. 

Junto a este paraje verde, tras salvar la carretera a través de un puente, se llega al convento de Chi Lin, dominado por la tranquilidad más absoluta, la antítesis de la ciudad dentro de ella misma. Es un lugar sagrado en el que se respira una vida diferente a la de la ciudad. Es maravilloso ver cómo esta construcción de madera se mantiene con esa paz delante de una colina rodeada por edificios de más de treinta pisos. 

El convento (al menos para los turistas) está formado por dos patios: uno que sirve recepción a los visitantes, lleno de árboles podados con esmero y pequeños estanques, es un lugar bastante amplio; el segundo es un patio relativamente restringido en el que un guardia vigila que no se hagan fotografías, es una especie de claustro conventual al que se accede por una suerte de capilla budista y que está rodeado de otras cuantas capillas hasta dar, justo en el otro extremo de la entrada, con la que parece la más importante. En este segundo patio no se escucha absolutamente nada, en él el tiempo pasa lentamente, no importa lo que haya afuera, lo único que interrumpe el sosiego es el guarda que cada poco acelera el paso para acercarse a algún turista al que ha pillado infragati haciendo fotografías del santuario. 
En cada uno de los patios, situado en el centro, un enorme incensario purifica el lugar, ambienta con el olor intenso que se esparce por el aire y que apenas llega a todos los rincones. Dentro de los incensarios se consumen varias barritas alargadas que se convierten en un humo denso que se eleva hasta perderse en el sol de la tarde, en la humedad del ambiente. Un lugar perfecto para el descanso de la imparable Hong Kong.


Contrasta con este monasterio el templo de Wong Tai Sin al que llegamos más tarde el mismo día. Después del sosiego que experimenté en Chi Lin, llegar a este templo taoísta me impresionó bastante. A las puertas se encontraban toda clase de puestos con elementos religiosos y, especialmente, incienso. Dentro, un santuario abarrotado compuesto por diferentes edificios, destaca uno que se sitúa tras una pequeña escalinata frente a la que se sitúan doce estatuas que representan los animales del zodiaco chino. Allí la gente se dedica a hacerse fotos, subir y bajar, entrar y salir y no parar. Frente al templo, varios incensarios enormes están cargados con las barritas quemadas de los miles de visitantes que llegan cada día a rezar y a conocer su futuro o las respuestas a sus preguntas. En un espacio delimitado frente al templo, una decena de personas agita unos vasos de madera cargados de palitos más o menos planos, también de madera. Por cada pregunta que tengan, agitan el vaso hasta que uno de los palos cae al suelo. Apuntan lo que está escrito en él y lo vuelven a introducir en el vaso y vuelta a empezar. Una vez que ya han hecho todas las preguntas, se dirigen a una especie de vidente, que será quien se encargue de dar una lectura a las respuestas obtenidas. Una locura cargada de ruido y respuestas rápidas comparada con el monasterio. La vuelta al barullo a tan sólo unas paradas de metro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario