Hacía mucho tiempo que no viajaba
tanto, que no pasaba tantas horas entre andenes y puertas de embarque. Volver a
casa por Navidad siempre es, ante todo, viajar y compartir ruta con cientos de
personas que, de un modo u otro, se convierten inesperadamente en compañeros,
en cómplices. De vez en cuando una sonrisa, un gesto, una mueca, algo que nos
indica que, sin conocer a otra persona de nada, está pensando lo mismo que
nosotros. Las patadas en el asiento de los niños que, irremediablemente,
siempre están sentados detrás de nosotros en el avión provocan un gesto acorde
y paralelo en los viajeros, las prisas si hay algún retraso, en todos hace
aparecer una indiscutible cara de angustia, así, en fin, conocemos sin conocer,
compartimos íntimamente pensamientos por unos míseros segundos, pero
comprendemos de algún modo que no estamos solos en esta travesía larga que a
todos nos lleva de un punto a otro y pareciera que el viaje de nadie pudiera
ser más extraño que el nuestro.
El mío de hoy ha sido ciertamente
extraño y, veinte horas después de empezar, aún no ha llegado a término.
Escribo estas líneas saliendo de la estación de Frankfurt Hbf después de
contemplar varias posibilidades, pero tras haberme decantado por pagar los casi
sesenta euros que cuesta el billete para recorrer los escasos 300km que separan
la ciudad del Meno de Freiburg am Breisgau. Podría haber optado por esperar un
poco más y coger un autobús por mucho menos, pero habría llegado a casa molido
y a las ocho y media de la mañana; también podría haber optado por dormir en
Frankfurt, haberme buscado un hotel y reinvertir mañana el dinero que he
recuperado del autobús que he tenido que cancelar. Era una opción que me
gustaba realmente, pero, en realidad, no habría conseguido más que alargar el
viaje y gastar el mismo dinero. Probablemente podría haber visto a X., con
quien no he conseguido contactar esta noche para que me diera cobijo, pero
salir a estas horas de la estación, maleta y mochila al hombro, en busca de un
hotel de precio razonable en el que poder dormir unas pocas horas, tampoco me
parecía una superidea. En cierto sentido era la idea que más me apetecía,
total, el dinero del autobús no lo recuperaré más que usando otro autobús,
porque me han dado un código de descuento, y el hotel iba a costar más o menos
lo mismo que el tren, y dormir en hoteles siempre me ayuda a descansar muy bien.
Pero las ganas de llegar a casa cuanto antes han podido más. Probablemente
mañana me arrepienta un poco de esta decisión: hace bastante tiempo que no
estoy en Frankfurt y, como casi toda Alemania, merece una revisión en el
espacio, el tiempo y la memoria. Habría llegado al hotel, me habría dado una
ducha, me habría sentado en el escritorio a escribir esta crónica y habría
dejado que el sueño se apoderara de mí hasta acabar llevándome a la cama. Pero
el trabajo espera en Freiburg, el tiempo que hay que recuperar de estas
vacaciones no puede esperar más, y, cuanto antes llegue, antes podré preparar
mi próxima visita a Suiza, que bien merece que le dedique algo de tiempo.
Como digo, el viaje ha empezado
esta mañana en Zafra a las 6:55 de la mañana, en el tren que va a Mérida. Ahí
me he encontrado con M., que todos los días, de lunes a viernes, se monta para
ir a trabajar a la capital extremeña. Este tramo debe de ser uno de los pocos
tramos en toda la línea extremeña que funciona con bastante eficacia, es
relativamente puntual y bastante rápido, se tarda en cubrir todo el trayecto
poco más que en coche y te lleva directamente al centro de la ciudad romana.
Allí, el primer café a la espera del trasbordo del Talgo con destino Madrid-Chamartín.
Por supuesto, el tren ha llegado con sus diez minutos de retraso desde Badajoz,
pero, oye, ¿qué son diez minutos de retraso comparados con las cuatro horas que
estuvieron mis paisanos el primer día del año tirados en la vía? En el tren, lo
de siempre, ruidos, murmullos, risas... Y en el andén, antes de subir,
comentarios “cómo se nota que hoy no está la tele, que justo hoy vuelve a haber
más gente”. A saber cuánta gente se monta normalmente en este tren. Sospecho
que no mucha, pero, sea como sea, hoy ha llegado a Madrid prácticamente lleno y
con poco más de diez minutos de retraso. En el tren, segundo café, esta vez,
con tostadas, aprovechando que, por una vez, hay comida en el tren, y con la tranquilidad
que da una cafetería de tren vacía por la mañana, cuando aún muchos duermen en
sus butacas y recuperan el sueño que han dejado a medias en la almohada. El
viaje hasta Freiburg, superado el tren extremeño, parecía que no tendría muchas
complicaciones, pero nada más lejos de la realidad.
En Madrid tenía tiempo de sobra
para llegar al aeropuerto, así que he pasado por Nuevos Ministerios a ver a M.
y devolverle las llaves de su casa que, sin querer, me había llevado conmigo la
última vez que estuve aquí. Nos hemos parado a tomar un café en una pausa de su
trabajo, algo rápido, y se ha vuelto dejándome a mí un pequeño regalo para que
tenga algo que abrir el día de reyes. No tengo ni idea de qué puede ser. De
ahí, con bastante tiempo al aeropuerto, sin prisas, como me gusta hacer las
cosas, especialmente, en Madrid. Es una especie de vicio que tengo: mientras
todo el mundo corre, aprieta los botones del metro antes de que pare y sube las
escaleras mecánicas a toda prisa, yo me dedico a mirar a los corredores
enchaquetados, a dejar que otros pulsen el botón que acciona el mecanismo de
apertura de las puertas y a contemplar, parado en las escaleras mecánicas, el
ajetreo de pies que se esquivan y bolsos que se elevan por encima de las
cabezas para abrirse hueco. La tranquilidad contra el frenesí.
Tras pasear un rato por el
aeropuerto, he pasado el control, he tenido que volver a salir para tirar el
agua de la botella, que había olvidado por completo vaciar y que, a estas horas
de la noche, vuelve a estar casi vacía. Así que, después de pasar el control
dos veces, he ido a la puerta de embarque D64 con tiempo suficiente como para
leer un poco, comer algo y relajarme de un trayecto absurdo que la economía me
había obligado a realizar: Madrid-Lisboa. Sorprendentemente, volar
Madrid-Lisboa-Frankfurt era más barato que realizar solamente el mismo trayecto
Lisboa-Frankfurt, así que, hechas las cuentas me decanté por hacer unas pocas
horas más de viaje y ahorrarme unos bastantes euros (de los que me he tenido
que gastar finalmente una parte en este tren). El caso es que, estando ya a la
espera de embarcar, el vuelo se ha retrasado una hora. Una hora en el
aeropuerto de Madrid nunca es una hora, eso lo sabe cualquiera que haya tenido
que coger un avión con algo de retraso desde allí. Mi escala en Lisboa
peligraba porque llegaríamos escasos veinte minutos antes de que saliera el
siguiente vuelo. Adiós tranquilidad, hola frenesí. El embarque con mi equipaje
de mano, sin problema, mochila un pelín más grande de lo permitido como bolsa
personal, pero ninguna pega, todo en orden. Llevaba preparado un plan para
hacer una matrioska de mochilas en caso de que fuera necesario, pero nada, todo
estupendo. En el avión, hasta nos han dado una pequeña merienda, algo que uno
olvida cuando lleva años volando casi exclusivamente en compañías de bajo
coste. La cosa volvía a pintar bien. Hemos llegado justos, pero no estaba
dispuesto a correr como un loco, estaba convencido de que conseguiría alcanzar
el vuelo y volvía a confiar en la paciencia y en la tranquilidad.
Efectivamente, al llegar a la
puerta 16 del aeropuerto de Lisboa, cuando faltaban 10 minutos para la salida
oficial del vuelo, allí nadie había empezado a embarcar. Esto ya pintaba peor.
Si no llegaba con el suficiente tiempo a Frankfurt, podría perder el autobús
que me llevaba a Freiburg. Comenzamos a embarcar a la nueva hora de salida del
vuelo. Es mi turno, me cambian de asiento y me pasan de la fila 26 a la 14,
justo delante del chiquillo de las patadas, claro. Pero antes de descubrir que
me iba a sentar finalmente delante del chico de las patadas, un señor nada
amable me dice que tengo que meter mi mochila grande en la bodega. Mi cara era
un poema. Mientras llegaba a la mitad de la frase “pero antes”, ya había
rellenado el papel para poner en la mochila con el número de mi asiento, para
lo que él mismo me había quitado la tarjeta de embarque. Tras mis inútiles
balbuceos para tratar de explicarle que tengo que llegar a tiempo a Frankfurt,
que tenemos ya bastante retraso, que mi mochila pequeña cabe perfectamente
debajo del asiento delantero, que tengo el plan de las matrioskas… me resigno y
sigo hacia delante pues, realmente, el tipo ha pasado de mí ya hace tiempo y le
importa bien poco lo que tenga que decirle. Así que, con mi mochila grande en
bodega, terminamos de embarcar y el comandante anuncia que aún esperaremos
durante unos quince minutos a tener pista libre para poder despegar. Total,
algo más de una hora de retraso y mi maleta en bodega. Yo, aun así, confío en
llegar al autobús, aunque, siendo realistas, ni siquiera sé dónde tengo que
cogerlo y eso era algo que esperaba resolver en las dos horas que mediaban
entre la llegada del vuelo a Frankfurt y la salida del bus. Comida, casi a modo
de compensación, y más café. Igual la noche se hace larga, pensaba ya entonces.
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