Llegué, por fin, a Frankfurt y,
por supuesto, como suele pasar en esos casos en los que tienes prisa, la puerta
de embarque está a veinte minutos de las cintas, pero eso tiene una parte
buena, que cuando llegas, ya están las maletas ahí dando vueltas. Aun así,
falta lo otro que suele pasar en estos casos: la maleta que esperas sale de las
últimas. Así que, como sé que probablemente ya no llegue al autobús porque
falta media hora para que salga y la empresa te exige estar allí quince minutos
antes de la salida o haber cancelado el billete para entonces, y como no sé ni
dónde es ni cómo llegar, decido que, como máximo a menos cinco, cancelo el
billete. Pues, efectivamente, cancelar, recibir el email de confirmación de que
me devuelven 13€ de un billete de 18€ en forma de código de descuento y
aparecer la maleta por la cinta. Más ajustado imposible. Me he cagado en todo, lógicamente.
Hacía mucho tiempo que no estaba en este aeropuerto, la última vez, si no
recuerdo mal, fue en el año 2015, y ni siquiera vine porque viajara yo. De
cualquier modo, este aeropuerto me trae bastantes recuerdos a los que se
sumarán los de hoy, pero los de hoy, para contrastar un poco, no son positivos.
Sea como sea, con todo el
equipaje decido que me voy en busca de los autobuses, que, total, todo lo que
puede pasar es que tenga que volver a pagar y cueste algo más caro que en
internet, pero que será mejor que estar hasta las mil en el aeropuerto. Salgo,
empiezo a buscar por la terminal de autobuses y, como era de esperar, no encuentro
la parada que busco y, si la encuentro, es tarde. Son las 00:15 del 5 de enero
de 2019, no tengo autobús, he pagado cinco euros para perderlo, estoy en el que
probablemente sea el aeropuerto más silencioso del mundo y yo sólo quiero maldecir
y blasfemar todo lo posible y a voces. Así que me planteo todo de nuevo: me
busco un hotel, llamo a X. y le digo que por favor me acoja sea donde sea que
se quede, me compro un billete de tren, me voy al centro a investigar, me
espero al bus de las cuatro de la mañana… Hago un poco de todo. Mi principal
solución en ese momento era que X. me cogiera el teléfono dispuesta a ayudarme
y a darme cobijo, pero, dadas las horas que eran, X. no iba a estar pendiente
del teléfono para mí, y menos después de que la última noticia mía fuera “De momento
el vuelo a Frankfurt lo pillo. Así que no parece que vaya a perder el bus”.
Supongo que eso ahora podría ser un chiste.
Me digo que bueno, que me voy al
centro a buscar la forma de irme, que si X. contesta, pues guay, si no, pues a
lo mejor desde allí hay más autobuses (en este momento ya la cabeza no me
funciona muy bien, porque los autobuses son los mismos y los veo en la página,
pero no sé, me gusta hacerme ilusiones de vez en cuando. Sólo de vez en
cuando). El caso es que decido que me voy al centro, que, total, si al final
quiero quedarme en un hotel, mejor en el centro que en el aeropuerto, así puedo
salir a dar una vuelta o lo que sea. Pues bien, me voy a la estación de trenes
regionales, que es desde donde salen los S-Bahn, algo así como los cercanías en
España. Hay obras, no pasan por allí, pasan por la estación de trenes de larga
distancia, que está como a cinco minutos andando dentro del mismo aeropuerto,
hay que subir varios tramos de escaleras y caminar un buen trozo. En fin, no
pierdo nada, total, estoy tirado en el aeropuerto, así que me pongo a caminar.
Llego a la Fernbahnhof y, efectivamente, allí están los trenes que necesito
para llegar a Frankfurt Hbf. Voy a sacar el billete en las máquinas automáticas
y me dicen que nanai, que para esos trenes tienen que ser otras máquinas.
Efectivamente, las de la estación de regionales. Y yo, que, como digo, ya no
pensaba bien, digo también que nanai. Bajo a los andenes, hay un tren que me
lleva al centro, el S9. Pregunto a la gente dónde puedo comprar el billete, me
dicen que ni idea, que en las máquinas de arriba, les digo que no, que ahí no
venden para S-Bahn, y me dicen que me monte y pregunte al maquinista. Eso hago:
me dirijo a la cabina del maquinista desde dentro, claro, no vaya a ser que
pierda el tren. Y cuando llego me doy cuenta de que he ido justo en el sentido
contrario. Tres trenes enlazados, y yo estoy justo en la parte opuesta a la
cabina en la que se encuentra el maquinista. Pues para atrás. “Hola, que mire,
que no tengo billete, que no sé dónde comprarlo, que en las máquinas no venden
para estos trenes”. “Pues ni idea, yo no suelo comprar billete, ya sabes, como
llevo yo el trasto este, pues no me lo piden, jeje”. Yo no sabía si reírle las
gracias o mirarlo con cara de “eres gilipollas”, pero, claro, quería que me
dijera que no pasaba nada, que me montara y que, si venía un revisor, pues que
había hablado con él y que estaba bien. Vamos, quería que me “regalara” los
casi cinco euros del billete. Como no consigo mi propósito, me bajo del tren y
me pongo a caminar sin rumbo por el andén hasta que doy con un tipo de la DB.
Éste sí que tiene que saberlo. Y una mierda. Estaba diciéndole a una chica, L.,
que arriba, y yo ya sabía que arriba no, porque había mirado bien en todas las
máquinas, pero el tío erre que erre. La chica, española por el acento y por la
cinta de la Virgen del Pilar que llevaba en la maleta, por lo visto, acababa de
caerse por las escaleras y el señor se había apiadado de ella, pero la estaba
engañando como un bellaco, aunque como supimos más tarde él no lo sabía. Subo
con ella arriba y le digo que la sigo, que a ver qué hace, porque yo no veo más
solución que ir a la otra estación y me apetece cero, pero, en fin, como tengo
un montón de horas sin hacer nada, no tengo billete ni sé qué narices voy a
hacer.
Al final vamos los dos a la otra
estación, compramos el billete y volvemos para pillar el tren que nos lleve,
por fin, a Frankfurt. Los dos estamos un poco hasta las narices de ir de un
lado para otro, yo, al menos, no me he caído por las escaleras, ya habría sido
el colmo. Sospecho que vive aquí, que está apunto de llegar a su casa y yo me
voy a regodear en mi miseria y a pensar que soy lo más desafortunado que hay en
todo el aeropuerto. Error el mío. Vive en Oldenburg, en el norte de Alemania, a
unas cuantas horas y algún trasbordo de camino, así que en realidad me
compadezco de ella. Hacemos el camino hasta Frankfurt juntos, me cuenta qué
hace allí, hablamos un rato, nos hacemos compañía sin conocernos de nada y con
la certeza de que probablemente nunca más volvamos a vernos, pero, oye, no
siempre encuentras a otro español perdido en un aeropuerto desierto y en una
situación similar a la tuya. La acompaño al andén en Frankfurt Hbf y me despido
de ella, de mi inesperada compañera temporal en Frankfurt y me vuelvo a cagar
en todo, porque faltan dos horas y pico para que salga el siguiente bus, que tarda
cuatro horas y media en llegar a Freiburg. Busco hoteles, intento reservar por
internet y, aleluya, reacciono, estoy a punto de reservar uno para el día
cinco, que es hoy, pero, claro, yo lo que quiero es dormir el cuatro y salir el
cinco, y la página eso ya no me deja hacerlo. Mira, que mejor lo dejo, a ver si
X. da señales de vida y me acoplo de alguna manera donde se quede a dormir a
cambio de unas cervezas, aunque tenga que ir a Galicia a por Estrella. Pero no
consigo dar con ella, así que desisto y me pongo a dar vueltas por la estación,
que está llena de gente bastante peculiar, como todas las estaciones teutonas a
esas horas. De repente, uno se pone a tocar un piano de pared que se encuentra
junto a una librería y pienso que, de algún modo, es lo más extraño que podría
pasar en esta estación repleta de borrachos, que alguien empezara a tocar, como
este señor, piezas de la banda sonora de Amèlie. No sé si hay algo que me
parezca menos apropiado ahora mismo y, sin embargo, me parece también óptimo. Pienso
que ojalá hubiera algún sitio por aquí donde pasar tranquilamente y a una
temperatura más o menos agradable la noche, junto a este piano preferiblemente.
Pero no, a estas horas, o esperar al bus de las cuatro, o dormir en Frankfurt
o, directamente, coger el siguiente IC con destino Basel y parada en Freiburg
im Breisgau. Me lo pienso y miro el reloj y me digo que a la mierda, que yo
quiero llegar a mi casa, que como siga alargando esto, el lunes sigo dando
vueltas por ahí. Y me compro el billete para el tren, que dentro se está
calentito, es más o menos cómodo y me dejará en Freiburg tres horas antes que
el autobús. Y que habría estado bien lo de dormir en el hotel y descansar y ver
mañana Frankfurt, o ahorrarme unos euros con el bus, pero, visto lo visto,
confío más en la Deutsche Bahn, que tal vez sea como el tren de Extremadura: nunca
va bien, pero hoy es lo que mejor ha ido.
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