La primera vez que vine a Berlín, me enamoré de la
ciudad y no sólo. Entonces empezaba a sonar Electroviral y
mi vida giró varias veces sobre sí misma. Las calles se llenaron de un sol
enternecedor y duro a un tiempo. Conocí, por primera vez, lo que significaba
vivir una ciudad llena de culturas, de historia, de ritmo, una ciudad en
movimiento. Me pudieron las ganas de estar aquí. Entonces me dije que volvería
a vivirla, que vendría a estar en ella varios meses, tal vez años. Era la
ciudad en la que quería habitar, porque de algún modo sentía ya que la ciudad se
había quedado conmigo. Diría que aún lo siento. Es la ciudad a la que volví
cuando necesitaba pasear, cuando necesitaba airearme. Sin embargo, ahora que
vuelvo a recorrer sus calles, casi diez años después, sé que los espacios son
los mismos, pero el significado es otro bien distinto. Recuerdo una librería en
Oranienburgerstraße donde compré, a un escaso kilómetro de la Brecht-Haus, un
libro de poemas de amor del poeta de Augsburgo. Entonces apenas podía entender
más de un par de versos y me propuse leerlo más adelante, siempre más adelante.
Hoy, paseando por esa misma calle he descubierto que la
librería no existe, que, realmente, la ciudad que me acogió un mes escaso ya no
existe. Los libros han sido sustituidos por copas caras de un bar elegante pensado
para turistas y las multinacionales que pueden existir en cualquier otra ciudad
del mundo están en cada esquina. Probablemente mi memoria me engañe y nada
fuera exactamente como yo pienso que era, eso es cierto, pero hoy, como cada
vez que piso estas calles, pienso en Heráclito. Antes pensaba que la ciudad no
era la misma. Hoy sé, con certeza, que yo tampoco lo soy.
Berlín me cambió la forma de entender Alemania y fue un
punto de inflexión en mi vida. Hoy lo certifico.
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