Las puertas se abren y se cierran con fuerza, casi con violencia. El tránsito de huéspedes no para ni un minuto: unos entran y otros salen. Dentro hay un vestíbulo enorme, lleno de gente con maletas y niños correteando. Fuera, por la parte de atrás del hotel, hay una especie de jardín, todo de césped, y una piscina.
Los turistas, los bañistas, se agolpan ante una barra de bar que hay fuera, junto a las hamacas. Justo enfrente, a la sombra de unos toldos a rayas blancas y azules, estás tú. Ahora lo sé porque he escuchado ya tu nombre, de uno de esos críos que corren a tu alrededor, pero entonces no lo sabía. No sabía que fueras tú, aunque te veía y buscaba en mi mente alguien a quien ponerle tus ojos. No parecías tú.
Te vi, tu cara me era familiar, pero como la de tantas otras personas que veo por la calle, como aquel camionero que había visto, unos meses antes, entrar borracho a un bar en el que esperaba encontrar a su mujer, la que lo había dejado hacía poco, y que, cuando vi su foto en el periódico, no supe reconocer. Pero, aun así, había algo en ti que me llamaba la atención, algo que reconocí y que no logro averiguar qué es; pero me fijé en ti.
He pasado a tu lado intentado obligar a mi mente a que me dé datos sobre ti, y entonces ha sido cuando lo he escuchado y he sabido que eras tú. Pero tú no me has visto, me has mirado y no me has reconocido. No sabes quién soy ni que me acuerdo de ti. Hace tanto tiempo que, es muy probable, yo ya no exista.
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