Se me ha reconocido como turista al momento de sentarme en el autobús. El conductor, que ha ido pasando por los asientos para pedirnos los billetes, me ha preguntado algo que no he entendido. Plitvička jezera, le he contestado con mi mejor intención. Pero no le ha parecido suficiente. La chica de delante de mí se ha vuelto y me ha preguntado en inglés a cuál de las tres paradas. ¿Cómo tres? En el papel sólo pone que hay una, la estanción central. No, son tres, poco antes del Parque Nacional de los Lagos del Pltivice y otras dos donde se encuentra el parque. No tengo ni idea, le he dicho, voy al hotel Jezero. Se han comunicado la chica y el coductor y yo me he quedado mirándola como se mira un vaso de agua cuando se tiene sed, con los ojos abiertos e incrédulo, pero sabedor de la necesidad. Otra joven, blanca como la nieve que rodea este hotel, con los ojos vivos y alegres, me ha pedido perdón por interrumpir, informándome de que, antes de cualquiera de las tres paradas de Plitvice, había una más, en Karlovac. Le he dado las gracias y me ha develto la sonrisa con los ojos, la boca sólo la he podido imaginar tras la mascarilla negra que se colocaba correctamente con unas manos de uñas largas como garras preparadas para el arañazo certero. Les he dado las gracias a las dos, con un entusiasta y sincero hvala, una de las pocas palabras que puedo decir en croata, y el autobús ha vuelto al silencio.
Mi tiempo en Croacia se va agotando poco a poco, y la verdad es que nada ha sido tal y como lo imaginaba, pero qué lo es este año. Bueno, el año pasado, quiero decir. La pandemia mantiene cerrados bares y restaurantes en Croacia, y sólo los hoteles sirven aún, pero sólo a sus clientes. En este lugar sólo está abierto uno de los hoteles que pertenecen al parque nacional. El resto de alojamientos están clausurados o lo suficientemente lejos de la entrada del parque como para no poder llegar caminando. La opción de alquilar un coche no era inviable, pero ahora mismo me alegro de no haberlo hecho: nunca he conducido con nieve y no me parece que hacerlo por estas carreteras fuera la mejor idea. Así que he venido en el bus de la línea Zagreb-Imotski, con tres paradas en los alrededores de los lagos y, de hecho, hoy, cuatro. Cuando estábamos llegando, el conductor del autobús ha creído conveniente parar para mí en la entrada del hotel. En el hotel le había dicho yo, ¿no? Pues en la puerta del hotel ha parado, así que sólo he tenido que subir la cuesta que lleva a la entrada y aquí estaba ya, en un hotel en el que no pensaba estar y con unos servicios que no esperaba tener. Según me han informado en la recepción, el lunes no tengo que tener prisa por dejar la habitación: si mi autobús sale a las 17:15, puedo estar en ella hasta las cuatro sin problema, bajar abajo y pedir que me lleven en coche a la parada del autobús, esta vez sí, la oficial. Supongo que son cosas de encontrarnos en mitad de una pandemia. O tal vez no, tal vez sea sólo que estamos realmente en los Balcanes.
El camino hasta llegar aquí ha sido sorprendentemente extraño. O tal vez lo extraño sea Zagreb, con ese ambiente cosmopolita y diverso, y esos recuerdos de Austria que aparecen en cada esquina. Al entrar en Karlovac, una ciudad de unos 50 000 habitantes, uno se pregunta cuánto tiempo atrás ha viajado. No es sólo que la estación central de trenes tenga un aspecto de dejadez absoluta, sino que, a excepción de la estructura –una nave central más alta y dos laterales alargadas y algo más bajas–, no hay nada en ella que se parezca a la de Zagreb, a tan sólo 50 kilómetros de distancia. Los materiales, los colores, lo imponente… absolutamente nada. Es cierto que sólo la ha visto a través de las ventanas del autobús, pero me ha sorprendido bastante. Junto a ello, en las paredes de algunas de las fachadas se pueden ver lo que, si mi sentido común y mi imaginación no me engañan, son las marcas de los proyectiles de la guerra. No sé si se mantienen como recuerdo a lo que pasó en esta zona, pero ya han pasado 25 años y ahí siguen, la viva imagen de lo que sucedió en un país que parecía próspero. Karlovac se convirtió en una de las ciudades fronterizas entre la recién independizada República de Croacia y la nunca reconocida República Serbia de Krajina. En esta zona, la cantidad de serbios no era nada despreciable y se rebelaron contra la independencia de Croacia formando su propia república independiente dentro de la nueva república independiente. El principal problema era que los serbios no se veían reconocidos en la nueva constitución de Croacia. Según parece, ya no estaban considerados etnia constituyente y, claro, eso no les parecía muy buena idea, por lo que se rebelaron contra ello y las zonas fronterizas con el noroeste de Bosnia y el oeste de Croacia, buscaron su propio Estado. No hubo suerte y sólo miles de muertes y miles de millones de desplazados tanto de uno como del otro bando. Por la carretera se ven aún casas destrozadas, probablemente de gente que huyó o de gente que nunca ha querido volver, quién sabe de cuál de los bandos posibles. Esas casas, junto a otras que están sin lucir o sin terminar, dan al paisaje un aspecto extraño de lugar en constante tránsito entre la memoria y la recuperación, entre el reconocimiento de lo que sucedió y el de las heridas que están por cerrar y, quién sabe, cuánto y cómo quieren cerrarse.
Este lugar, este hotel, pertenecía a la República Serbia de Krajina hasta que se disolvió con la entrada de las tropas croatas en 1995. Aunque hubo una parte de ella, la de Eslavonia Oriental, la zona más cercana a Serbia, que quedó bajo la administración de la ONU hasta 1998. El periodista alemán Matthias Rüb cuenta cómo de desolado estaba todo en este mismo lugar cuando vino a alojarse aquí a finales de la época de la Krajina. Un espacio vacío en el que no había nadie, que no recibía turistas y que, se veía, había vivido tiempos mejores. Me pregunto si sería tanta la diferencia con ahora, salvando, por supuesto, las distancias temporales.
Está claro, sin embargo, que la zona ha recuperado parte de su esplendor y que hay muchos turistas normalmente, aunque no ahora, por supuesto. A ambos lados de la carretera se ven carteles gigantes, luminosos o simplemente llamativos, bien escritos y elegantes o sobre las paredes, como si fueran obra de algún grafitero desganado, en los que se anuncian sobe/rooms/zimmer. Alojamientos para viajeros, para aquellos que cruzan la península o el país o lo que sea que quieran cruzar en dirección a algún sitio más llamativo, probablemente la costa, las aguas turquesas del Adriático, o las islas griegas, quién sabe. Imagino que uno para su moto y se apea, pregunta por la habitación y se la enseñan, podrá dormir ahí a cambio de unas pocas kunas, bastante menos que en un hotel, claro, bastante más personal, sí, y bastante menos íntimo, supongo. En este tiempo no hay apenas viajeros, es invierno y la cima de la montaña que se ve a lo lejos está completamente nevada, quién va a querer venir hasta aquí con la que está cayendo, pero tampoco hay abuelas, vendedoras ambulantes de cualquiera de sus productos, aunque en algún recodo del camino, junto a alguno de los arroyos, se puedan ver los preparativos para los puestos que empezarán a ocupar en cuanto llegue la primavera y lleguen los turistas que, al contrario que yo, no viajan en bus. Ésta Croacia es distinta, sí, más única y más propia.
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