Por la ventana abierta entran las voces de la calle, el sonido de los vasos de quienes, en las terrazas de los dos bares que están junto al portal, beben y pasan la noche, ahora que aún no hace un calor sofocante, mientras el camarero, bajito, moreno, no demasiado fuerte, recoge las sillas que han ido quedando vacías. Algún que otro coche pasa junto a ellas de vez en cuando, borrando las risas por un instante, breve pero demasiado extenso.
La luz es la justa, dentro y fuera. No se necesita más para ver. Algunas ventanas, iluminadas, muestran vida en unas casas que hasta ahora me habían parecido vacías, siempre. Pero ahora ya no, ahora que sé que pronto no estarán ahí, como el árbol que cae en el bosque y que nadie ha visto caer, por lo que no ha caído, ahora, digo, es cuando las veo. Cuando sé que no tendrán vida, porque sólo serán recuerdo. Y los recuerdos no laten.
La ventana seguirá abierta un tiempo, dejará entrar la luz y las voces, el ruido de los coches y las risas de madrugada de quienes vuelven a sus casas con el peso del alcohol en el cuerpo y los bolsillos vacíos, de quienes persiguen un sueño y saben que no lo encontrarán, pero no saben que lo saben.
Esta calle está, pero también es, aunque pronto deje de ser, para sólo estar y haber sido.
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