Hace algo más de cuatro meses que llegué a Freiburg im Breisgau (Friburgo de Brisgovia dicen que se dice) una de las ciudades más ecológicas de Europa y la que disfruta de más horas de sol al año en Alemania. Sorprendentemente, esta ciudad rodeada de árboles, bosque y nieve en estas fechas, ofrece a quienes la habitamos unas pocas de horas de sol cada pocos días. Nada que ver con Bremen, donde el sol no se dejaba ver en meses completos y el cielo estaba cubierto de un gris de silencio y vacío al que había que acostumbrarse con tiempo y paciencia. Ahora esta luz me parece casi artificial, impropia de este país y, en cierto modo, echo de menos las nubes oscuras y las noches largas de la pequeña ciudad hanseática. Siempre he sido, contrariamente a lo que se esperaría de alguien de mi latitud, bastante más nocturno: he preferido leer y trabajar de noche, escribir y vivir de noche, dormir largamente las mañanas, con la luz entrando entre las cortinas, escuchando la vida ahí afuera, mientras en la habitación reina la calma.
No puedo decir que esta ciudad me haya tratado mal, ni mucho menos, pero llegué a ella sabiendo que venía temporalmente, que no me correspondía estar aquí más que este breve período de bibliotecas y trabajo. No la elegí yo, sino la burocracia; y no llegué a ella con la ilusión de las primeras veces, pues ya había pisado antes sus calles y volver a Alemania no es ya más que la vuelta a un tiempo que otras veces fue mejor, más genuino, más intenso. Ahora la vida no está en la calle, sino en los libros, la curiosidad, la historia extraña, no se me aparece en cada estación, en cada esquina, sino al volver cada página del irremediable montón de novelas que se acumulan por el trabajo y la osadía.
Sin embargo, a veces, al levantar la vista, veo que aquí hay otra Alemania, otra suerte y otras historias, y recuerdo que algo de esto fue lo que, en un primer momento, me impulsó a dedicar mi vida a esta tierra y a esta lengua, no el invierno del norte y las nieblas que ahora aprecio, ni siquiera los ríos inmensos y sus barcos, sino más bien los árboles verdísimos, el sol y las montañas. Ahora, de algún modo, observo todo lo que yo he cambiado, y sin embargo, aún creo que me reconozco.
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