La primera vez que vine aquí me sorprendió su vacío: calles llenas de
tiendas casi tapiadas, puertas cerradas, mesas recogidas… Prácticamente todo
estaba hibernando, esperando una fecha mejor, supongo, dando idea de lo que
este sitio podría ser a lo largo del año, pero que no es cuando termina la
época turística. Me parecía sorprendente que no hubiera casi nadie,
ciertamente, que apenas nos cruzáramos con un par de personas en el rato que
pasamos M. y yo aquí. En las colinas que rodean al lago reinaba un color
grisáceo, un cielo monótono y oscuro y la nieve aún no había hecho su primera
aparición de la temporada de invierno que acababa de estrenarse. Supuse que el
pequeño pueblo junto al lago se llenaría de turistas en verano, que vendrían a
bañarse y a relajarse aquí alemanes, franceses, suizos, italianos… Las
heladerías daban una pista de ello, y las tiendas de recuerdos de la Selva
Negra -licores, cervezas y carne incluidas, pero, sobre todo, carísimos relojes
de cuco-, también. Sin embargo, ahora la nieve cubre las colinas, aunque no, o,
al menos hoy no, las copas de los árboles, y el lago está precintado para
evitar que turistas descuidados se adentren en él y caigan en las gélidas aguas
que se saben bajo el frágil hielo del lago que en otra época estará lleno de
barcazas. De nada sirven las cintas rojiblancas y las señales en alemán,
francés e inglés que avisan del peligro de caer al agua y ahogarse: valientes
turistas asiáticos, árabes e italianos la saltan y se hacen la correspondiente
foto, casi todos, bien cerca de la costa, eso sí, porque la valentía sirve más
en la imagen que en la vida. Los pocos que se atreven a ir más adentro, se
dedican a una suerte de patinaje rudimentario, sin ayuda de patines ni
cuchillas, solamente sus botas y el equilibrio. No sé cómo saben qué grosor
tiene el hielo, o si lo saben siquiera, pero yo, desde la orilla, temo y deseo
una caída que ayude a comprobarlo.
Hay gente en todas partes, abrigados para los ratos que pasan (pasamos)
quietos, porque el sol luce como si ya hubiera llegado la primavera, a pesar de
que aún queda, y la luna, a las cinco de la tarde, se muestra gigante y clara,
como una enorme moneda de plata. Ni una solitaria nube cubre el cielo, nada se opone
a la tranquilidad del paseo de una tarde cálida de febrero entre la nieve ni a
los primeros helados del año, que no se derriten, que, imagino, ayudan a pensar
que este sol calienta más de lo que la hace, y que los niños atacan sin
importarles que ahora tengan mucho más tiempo para terminarlos, con las mismas
ganas con las que en días de calor estivales otros bebemos el primer trago de
una cerveza fría. Ahora en la terraza de una cafetería aún cerrada por
temporada no bebo cerveza, sino té del termo que desde hace poco llevo a casi
todos lados conmigo: una costumbre adquirida en este país y que ya es tan mía
como si la hubiera transmitido mi familia durante generaciones. A mi derecha,
el lago; a mi espalda, casi todo el pueblo. De frente, en la ladera, cada poco
se ve pasar un tren rojo con dirección Seebrugg, y, antes, entre otros lugares,
Feldberg, conocido por sus pistas de esquí, desconocidas para mí. No iré en el
poco tiempo que me queda aquí. Quizá sea en otra ocasión. De momento, té
caliente y lago helado. Y cargar pilas para volver a Sevilla.
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