martes, 19 de febrero de 2019

Té caliente y lago helado


La primera vez que vine aquí me sorprendió su vacío: calles llenas de tiendas casi tapiadas, puertas cerradas, mesas recogidas… Prácticamente todo estaba hibernando, esperando una fecha mejor, supongo, dando idea de lo que este sitio podría ser a lo largo del año, pero que no es cuando termina la época turística. Me parecía sorprendente que no hubiera casi nadie, ciertamente, que apenas nos cruzáramos con un par de personas en el rato que pasamos M. y yo aquí. En las colinas que rodean al lago reinaba un color grisáceo, un cielo monótono y oscuro y la nieve aún no había hecho su primera aparición de la temporada de invierno que acababa de estrenarse. Supuse que el pequeño pueblo junto al lago se llenaría de turistas en verano, que vendrían a bañarse y a relajarse aquí alemanes, franceses, suizos, italianos… Las heladerías daban una pista de ello, y las tiendas de recuerdos de la Selva Negra -licores, cervezas y carne incluidas, pero, sobre todo, carísimos relojes de cuco-, también. Sin embargo, ahora la nieve cubre las colinas, aunque no, o, al menos hoy no, las copas de los árboles, y el lago está precintado para evitar que turistas descuidados se adentren en él y caigan en las gélidas aguas que se saben bajo el frágil hielo del lago que en otra época estará lleno de barcazas. De nada sirven las cintas rojiblancas y las señales en alemán, francés e inglés que avisan del peligro de caer al agua y ahogarse: valientes turistas asiáticos, árabes e italianos la saltan y se hacen la correspondiente foto, casi todos, bien cerca de la costa, eso sí, porque la valentía sirve más en la imagen que en la vida. Los pocos que se atreven a ir más adentro, se dedican a una suerte de patinaje rudimentario, sin ayuda de patines ni cuchillas, solamente sus botas y el equilibrio. No sé cómo saben qué grosor tiene el hielo, o si lo saben siquiera, pero yo, desde la orilla, temo y deseo una caída que ayude a comprobarlo.

Hay gente en todas partes, abrigados para los ratos que pasan (pasamos) quietos, porque el sol luce como si ya hubiera llegado la primavera, a pesar de que aún queda, y la luna, a las cinco de la tarde, se muestra gigante y clara, como una enorme moneda de plata. Ni una solitaria nube cubre el cielo, nada se opone a la tranquilidad del paseo de una tarde cálida de febrero entre la nieve ni a los primeros helados del año, que no se derriten, que, imagino, ayudan a pensar que este sol calienta más de lo que la hace, y que los niños atacan sin importarles que ahora tengan mucho más tiempo para terminarlos, con las mismas ganas con las que en días de calor estivales otros bebemos el primer trago de una cerveza fría. Ahora en la terraza de una cafetería aún cerrada por temporada no bebo cerveza, sino té del termo que desde hace poco llevo a casi todos lados conmigo: una costumbre adquirida en este país y que ya es tan mía como si la hubiera transmitido mi familia durante generaciones. A mi derecha, el lago; a mi espalda, casi todo el pueblo. De frente, en la ladera, cada poco se ve pasar un tren rojo con dirección Seebrugg, y, antes, entre otros lugares, Feldberg, conocido por sus pistas de esquí, desconocidas para mí. No iré en el poco tiempo que me queda aquí. Quizá sea en otra ocasión. De momento, té caliente y lago helado. Y cargar pilas para volver a Sevilla.

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