domingo, 24 de febrero de 2019

Irse y no volver

De algún modo se me hacía extraño el ir y venir hace unos años, tanto paso de un país a otro, de una lengua a otra. Imagino a la gente que llega por primera vez a un nuevo país, a una nueva casa, que no sabe muy bien cómo o qué ha de hacer para establecerse. Y me veo un tanto reflejado. 

Desde hace algún tiempo, se me hace raro volver solamente, como si el lugar al que llego me fuera más extraño, como si España no tuviera el sentido que tenía hace unos años. A eso se le suma que ahora vivo en Sevilla, una ciudad que, quien me conoce lo sabe, no me entusiasma y tiene difícil acabar siendo el lugar en el que me sienta tan a gusto como me he llegado a sentir en Salamanca o en Bremen: mi huida ha sido hacia el norte para acabar ahora en el sur; mi ritmo ha sido la calma para llegar ahora a la agitación; mi vida ha ido hacia el silencio para llegar al ruido. Hay quien prefiere esta vida de gente y ajetreo, quien la valora por encima de todas las cosas. Yo trato de hacerlo, pero no puedo evitar que Madrid o Berlín me parezcan ciudades más calmadas y más dispuestas, más sinceras, menos atávicas. No puedo evitar enfadarme con el tráfico y los turistas, con el sol sin árboles y la obsesión genuina por parecer más que por ser. 

He vuelto ahora sin volver, pues después de año y medio en Sevilla, sigo sin entenderla mía, sin hacerla mía. Sigo sintiéndome extraño cuando digo que vivo allí, que trabajo allí. Tal vez sea déficit propio, pues cinco meses en Freiburg me han servido para sentirme en casa, pero todo el tiempo que he pasado en Sevilla no he conseguido sentirme más que turista y de prestado, fuera de lugar. Tan cerca del primer hogar y tan lejos de mí mismo. De algún modo no vuelvo, sino que sólo sigo. 

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