sábado, 14 de noviembre de 2009

La chica del bus

Las horas en los autobuses pueden hacerse eternas. Un viaje de cinco horas y media puede convertirse en un paseo algo más que desagradable y angustioso, pero, en cambio, puede derivar en lo opuesto, siendo uno de los mejores ratos de tu vida si, cuando se te cae una botella de agua al pasillo y vas a recogerla, agarras no sólo la botella sino también una mano suave y escurridiza como un pececillo y cuando alzas la vista encuentras unos ojos huidizos -no podían ser de otra manera correpondiendo a esas manos- que se iluminan de un color entre verde y azul. Ahí te preguntas por qué no siempre encontrarás algo de estas vistudes en el viaje... Y es que no todos los días puede disfrutarse de unos ojos que no se dejan mirar, de una sonrisa a medias y de un denada que, en ese instante, lo es todo.

2 comentarios:

  1. Encandilamiento en toda regla...
    Esos encuentros son los mejores, sin duda. No se olvidan.
    Y de pronto empiezas a preguntar quién será, cual será su nombre, dónde estará su parada, si bajará antes que tú, o te acompañará hasta que bajes para hacerte la espera aún más agradable con su silenciosa estancia, pero comprometida a la vez. Todas esas cosas pasan mientras tus miradas rápidas y cortas recorren su asiento continuamente...
    Ay los viajes largos...

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  2. Y no tan largos. En apenas cuatro paradas puedes desear hasta lo más profundo de tu ser a la persona que, simplemente, está sentada dos asientos más adelante. Por su sonrisa, su expresión, su manera de estar sin estar (con los auriculares puestos o leyendo un libro, o quizá una revista, pero siempre sin nadie alrededor).

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