viernes, 10 de mayo de 2019

Un viaje a Sarajevo V: La guerra y la vida


Ya había leído en algún sitio que los bosnios hablan de la guerra en cuanto pueden, no sé si por una especie de orgullo por haber sobrevivido y haber sido capaces de mantener cierta cordura, haber sido capaces de cerrar el conflicto y pronto ponerse a buscar culpables, prácticamente sin ayuda de la comunidad internacional, o si por el hecho de haber seguido viendo, como en el caso de Sarajevo, a los vecinos como vecinos, a pesar de lo que se ha querido contar de ellos en muchos medios, “ni todos los serbios, ni todos los croatas, ni todos los musulmanes”, me han dicho hoy.

Resulta que hoy he ido a la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sarajevo para ver si encontraba a un profesor. Como aquí estoy sin teléfono, no ya datos, sino que ni siquiera tengo red porque todas las redes a las que intento conectarme me deniegan el permiso sin saber muy bien por qué, es difícil quedar con nadie. A este profesor le he escrito varios emails y, en fin, todos sabemos cómo son los profesores muchas veces. El caso es que debo de haber salido de casa y de haberme quedado sin internet como diez minutos antes de que me haya mandado el email diciéndome que podíamos vernos esta tarde en la puerta de la Facultad. Yo he tenido noticia de eso esta tarde al llegar a casa, porque por algún motivo que desconozco, el email no se ha sincronizado con el wifi del restaurante en el que he comido. Así que yo, en mi más absoluta inocencia o estupidez, me he dirigido a la Filozofski fakultet de la Univerziteta u Sarajevu a probar suerte. Efectivamente, no ha habido suerte, como era de esperar. Pero al llegar mi sorpresa ha sido mayúscula, porque desde la puerta de la Facultad se tiene prácticamente de frente el Holiday Inn, ese hotel ya mítico en el que se refugiaban los periodistas que venían a contar la guerra. Imagino la de gente que pasó por ahí en su día y en qué situación se encontraban. Justo al lado de la Facultad, por lo tanto, el edificio que ocupa el Consejo de Ministros de Bosnia y Herzegovina, una imponente torre que aparece en cientos de imágenes de la guerra completamente destruida.

Después de subir a la cuarta planta de la Facultad, donde se encuentra el departamento de germanística y comprobar, ciertamente, que el profesor en cuestión no estaba, he tomado dirección a la Avaz Twist Tower, el edifico más alto de los Balcanes, muestra de la renovación, reconversión y casi resurrección de la ciudad de Sarajevo. Allí, en el piso 35, al que se sube con un ascensor escalofriantemente rápido, hay una cafetería de precios siniestramente normales: Tercio de cerveza Sarajevska, que es lo que yo he tomado, 3 marcos convertibles, es decir, 1,5€. Las vistas son espectaculares desde ahí arriba. Situado en una colinita a las afueras de la ciudad, desde ahí se puede ver la práctica totalidad de Sarajevo, a la derecha, aún se podía ver algo de nieve en una de las montañas, en el fondo del valle, el río y la parte más o menos plana de la ciudad, y las casas que parecen nacer entre los árboles de los bosques que rodean toda la ciudad, encuadrada mucho más entre montañas de lo que se pudiera imaginar: tal vez sólo las dos orillas, las partes que están literalmente pegadas al río, y la zona de la Baščaršija hasta Sebilj (la Plaza de las Palomas) y de la Ferhadija sean lo único plano de la ciudad, el resto, subidas y bajadas y más subidas.

Desde ahí me he ido andando hasta el edificio central de la BH Pošta, construido en época de dominación del Imperio Austro-Húngaro con un estilo típicamente centroeuropeo y señorial. He vuelto a hacer un intento por llegar a la sinagoga asquenazí, pero me quedaré definitivamente sin verla, porque había cerrado ya cuando he llegado y mañana, Sabbat, no abre al turismo.

Como ya iba siendo hora de comer, me he acercado a un restaurante que está justo a la entrada del barrio de Alifakovac, prácticamente enfrente de la Vijećnica. Comer en ese restaurante, que tiene por nombre Inat Kuća ha sido toda una experiencia, además de haber sido lo mejor del día seguramente. El restaurante se encuentra en una casa típica otomana, justo a la orilla del río, y tiene una historia un tanto peculiar. Se cuenta que, cuando los austrohúngaros quisieron construir la Vijećnica tuvieron que expropiar ciertas tierras, pero uno de los dueños de las casas no quería, así que el proceso se fue retrasando y retrasando. Al final, lo que este señor reclamó y se le concedió fue que le pagaran el dinero que fuera y le trasladaran la casa, piedra por piedra, a la otra orilla. Recibe, por esto, el nombre de Inat Kuća, es decir, la Casa del Rencor.

A pesar de lo que dice el nombre, no hay nada de rencor entre las paredes de este restaurante. Cuando estaba terminando de comer se me ha acercado un tipo que llevaba mucho tiempo sentado en una esquina, vestido bastante informalmente, con pantalón corto de deporte, zapatillas llamativas… Sin embargo, por como hablaba con la gente, por su comportamiento, parecía ser alguien importante. Efectivamente, al acercarse a mí me ha contado que era el dueño y que, por curiosidad, si le podía decir de dónde era y qué me había traído a Sarajevo. Le he explicado la historia, que soy de España, que trabajo sobre migrantes yugoslavos, sobre lo que ellos mismos escriben de la identidad, de la pertenencia, del espacio… y que llevo dos años sin entender nada de la vida. Ahí ha sido cuando ha salido inmediatamente el tema de la guerra.

Yo tenía trece años cuando empezó la guerra -me ha dicho-, una guerra causada sólo por el egoísmo y los nacionalismos, por los políticos, para tener más poder, alimentada de mentiras, que ha destruido Sarajevo, que era una ciudad avanzada, estupenda, que tuvo el primer baño público del mundo cuando el resto de ciudades de Europa han sido basureros hasta hace nada… Teníamos una ciudad avanzada, diversa, nos llevábamos bien todos con todos, porque eso de que los serbios eran los malos… qué serbios, porque yo tenía amigos serbios que estaban defendiendo esta ciudad como la defendíamos los demás, que cuidaban el patrimonio que era de todos. Yo, que vivía en la calle Zelenih bertki, enfrente de la catedral ortodoxa, sin ser ortodoxo, me refugiaba allí, con cristianos, musulmanes y quien hiciera falta. Aquí, en este restaurante, en una casa otomana, la mayoría de la gente que trabaja en la cocina son serbios… El problema son los nacionalismos, y las mentiras que se cree la gente. Y ahora nos va a costar treinta o cuarenta años recuperar la ciudad que teníamos antes. Mi padre, que era militar cuando empezó la guerra, se vio luchando contra su cuñado serbio, porque estaba casado con su hermana en un matrimonio mixto. Se llevaban bien, yo me llevaba bien con mi tío, que ha seguido casado con mi tía hasta hace un par de años, cuando ya se ha creído esa mierda de los nacionalismos. Pero luchaban en bandos diferentes y se llevaban bien y se querían, y sólo estaban separados por ocho kilómetros. Ahora Sarajevo está renaciendo, pero necesita tiempo para volver a ser lo que era, aunque la gente se quiere y tiene la esperanza de volver a vivir juntos, en paz, porque eso es Sarajevo.

Luego hemos hablado un poco sobre lo parecido que es el temperamento y la actitud españoles al de los bosnios, o al de la gente de Sarajevo. Ciertamente, la gente en Sarajevo me recuerda bastante al sur, a mi sur. Antes de irse me ha ofrecido algo más de beber, otra cerveza, tal vez, me ha dicho, con mi vaso aún medio lleno, no, gracias, aún tengo… ¿Un licor, algo? Por la conversación, me ha dicho. Querría probar alguna rakija, he contestado, sin conocer muy bien las normas de cortesía en Bosnia. Enseguida se ha puesto a hablar en bosnio con los camareros. ¿Quieres probar dos?, me ha preguntado. Antes de que pudiera contestar, ya venía un camarero con una especie de matraces pequeños de forma más o menos cónica con dos rakijas diferentes, una transparente, como el aguardiente, y otra mucho más oscura, hecha a partir de la mezcla de la rakija con hierbas, azúcar… una especie de licor de hierbas pero con un sabor muy peculiar. Son artesanos, me dice, el oscuro lo hacemos nosotros y el otro… lo hace otra gente.

Todo lo que ha venido después en el día ha estado bien (por fin he entrado en la mezquita y en la madrasa de Gazi-Husrev y he visitado la casa de un antiguo comerciante otomano), pero ya no tenía apenas importancia: he comprobado hasta cierto punto la hospitalidad, las ganas de conversar porque sí, de contar, de hablar de las peculiaridades de Sarajevo, de lo orgullosos que están de su diversidad, de lo cansados que están de los nacionalismos, que les han causado tanto daño, me han hablado, efectivamente, de la guerra, de su historia, de su vida. He visto Sarajevo de nuevo como una ciudad cercana y extraña. Y he probado una rakija espectacular. Živeli!

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