Ya había leído en algún
sitio que los bosnios hablan de la guerra en cuanto pueden, no sé si por una
especie de orgullo por haber sobrevivido y haber sido capaces de mantener
cierta cordura, haber sido capaces de cerrar el conflicto y pronto ponerse a
buscar culpables, prácticamente sin ayuda de la comunidad internacional, o si
por el hecho de haber seguido viendo, como en el caso de Sarajevo, a los
vecinos como vecinos, a pesar de lo que se ha querido contar de ellos en muchos
medios, “ni todos los serbios, ni todos los croatas, ni todos los musulmanes”,
me han dicho hoy.
Resulta que hoy he ido a
la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sarajevo para ver si encontraba a
un profesor. Como aquí estoy sin teléfono, no ya datos, sino que ni siquiera
tengo red porque todas las redes a las que intento conectarme me deniegan el
permiso sin saber muy bien por qué, es difícil quedar con nadie. A este
profesor le he escrito varios emails y, en fin, todos sabemos cómo son los
profesores muchas veces. El caso es que debo de haber salido de casa y de
haberme quedado sin internet como diez minutos antes de que me haya mandado el
email diciéndome que podíamos vernos esta tarde en la puerta de la Facultad. Yo
he tenido noticia de eso esta tarde al llegar a casa, porque por algún motivo
que desconozco, el email no se ha sincronizado con el wifi del restaurante en el
que he comido. Así que yo, en mi más absoluta inocencia o estupidez, me he
dirigido a la Filozofski fakultet de la Univerziteta u Sarajevu a probar
suerte. Efectivamente, no ha habido suerte, como era de esperar. Pero al llegar
mi sorpresa ha sido mayúscula, porque desde la puerta de la Facultad se tiene
prácticamente de frente el Holiday Inn, ese hotel ya mítico en el que se refugiaban
los periodistas que venían a contar la guerra. Imagino la de gente que pasó por
ahí en su día y en qué situación se encontraban. Justo al lado de la Facultad,
por lo tanto, el edificio que ocupa el Consejo de Ministros de Bosnia y Herzegovina,
una imponente torre que aparece en cientos de imágenes de la guerra
completamente destruida.
Después de subir a la
cuarta planta de la Facultad, donde se encuentra el departamento de germanística
y comprobar, ciertamente, que el profesor en cuestión no estaba, he tomado
dirección a la Avaz Twist Tower, el edifico más alto de los Balcanes, muestra
de la renovación, reconversión y casi resurrección de la ciudad de Sarajevo.
Allí, en el piso 35, al que se sube con un ascensor escalofriantemente rápido, hay
una cafetería de precios siniestramente normales: Tercio de cerveza Sarajevska,
que es lo que yo he tomado, 3 marcos convertibles, es decir, 1,5€. Las vistas
son espectaculares desde ahí arriba. Situado en una colinita a las afueras de
la ciudad, desde ahí se puede ver la práctica totalidad de Sarajevo, a la
derecha, aún se podía ver algo de nieve en una de las montañas, en el fondo del
valle, el río y la parte más o menos plana de la ciudad, y las casas que
parecen nacer entre los árboles de los bosques que rodean toda la ciudad,
encuadrada mucho más entre montañas de lo que se pudiera imaginar: tal vez sólo
las dos orillas, las partes que están literalmente pegadas al río, y la zona de
la Baščaršija hasta Sebilj
(la Plaza de las Palomas) y de la
Ferhadija sean lo único plano de la ciudad, el resto, subidas y bajadas y más
subidas.
Desde ahí me he ido
andando hasta el edificio central de la BH Pošta,
construido en época de dominación del Imperio Austro-Húngaro con un estilo típicamente
centroeuropeo y señorial. He vuelto a hacer un intento por llegar a la sinagoga
asquenazí, pero me quedaré definitivamente sin verla, porque había cerrado ya
cuando he llegado y mañana, Sabbat, no abre al turismo.
Como ya iba siendo hora
de comer, me he acercado a un restaurante que está justo a la entrada del
barrio de Alifakovac, prácticamente enfrente de la Vijećnica. Comer
en ese restaurante, que tiene por nombre Inat Kuća ha
sido toda una experiencia, además de haber sido lo mejor del día seguramente.
El restaurante se encuentra en una casa típica otomana, justo a la orilla del
río, y tiene una historia un tanto peculiar. Se cuenta que, cuando los
austrohúngaros quisieron construir la Vijećnica tuvieron que expropiar ciertas tierras, pero
uno de los dueños de las casas no quería, así que el proceso se fue retrasando
y retrasando. Al final, lo que este señor reclamó y se le concedió fue que le
pagaran el dinero que fuera y le trasladaran la casa, piedra por piedra, a la otra
orilla. Recibe, por esto, el nombre de Inat Kuća, es decir, la
Casa del Rencor.
A pesar de lo que dice el
nombre, no hay nada de rencor entre las paredes de este restaurante. Cuando estaba
terminando de comer se me ha acercado un tipo que llevaba mucho tiempo sentado
en una esquina, vestido bastante informalmente, con pantalón corto de deporte, zapatillas
llamativas… Sin embargo, por como hablaba con la gente, por su comportamiento,
parecía ser alguien importante. Efectivamente, al acercarse a mí me ha contado
que era el dueño y que, por curiosidad, si le podía decir de dónde era y qué me
había traído a Sarajevo. Le he explicado la historia, que soy de España, que
trabajo sobre migrantes yugoslavos, sobre lo que ellos mismos escriben de la
identidad, de la pertenencia, del espacio… y que llevo dos años sin entender
nada de la vida. Ahí ha sido cuando ha salido inmediatamente el tema de la
guerra.
Yo tenía trece años
cuando empezó la guerra -me ha dicho-, una guerra causada sólo por el egoísmo y
los nacionalismos, por los políticos, para tener más poder, alimentada de
mentiras, que ha destruido Sarajevo, que era una ciudad avanzada, estupenda,
que tuvo el primer baño público del mundo cuando el resto de ciudades de Europa
han sido basureros hasta hace nada… Teníamos una ciudad avanzada, diversa, nos
llevábamos bien todos con todos, porque eso de que los serbios eran los malos…
qué serbios, porque yo tenía amigos serbios que estaban defendiendo esta ciudad
como la defendíamos los demás, que cuidaban el patrimonio que era de todos. Yo,
que vivía en la calle Zelenih bertki, enfrente de la catedral ortodoxa, sin ser
ortodoxo, me refugiaba allí, con cristianos, musulmanes y quien hiciera falta.
Aquí, en este restaurante, en una casa otomana, la mayoría de la gente que
trabaja en la cocina son serbios… El problema son los nacionalismos, y las
mentiras que se cree la gente. Y ahora nos va a costar treinta o cuarenta años
recuperar la ciudad que teníamos antes. Mi padre, que era militar cuando empezó
la guerra, se vio luchando contra su cuñado serbio, porque estaba casado con su
hermana en un matrimonio mixto. Se llevaban bien, yo me llevaba bien con mi tío,
que ha seguido casado con mi tía hasta hace un par de años, cuando ya se ha creído
esa mierda de los nacionalismos. Pero luchaban en bandos diferentes y se
llevaban bien y se querían, y sólo estaban separados por ocho kilómetros. Ahora
Sarajevo está renaciendo, pero necesita tiempo para volver a ser lo que era,
aunque la gente se quiere y tiene la esperanza de volver a vivir juntos, en paz,
porque eso es Sarajevo.
Luego hemos hablado un
poco sobre lo parecido que es el temperamento y la actitud españoles al de los
bosnios, o al de la gente de Sarajevo. Ciertamente, la gente en Sarajevo me recuerda
bastante al sur, a mi sur. Antes de irse me ha ofrecido algo más de beber, otra
cerveza, tal vez, me ha dicho, con mi vaso aún medio lleno, no, gracias, aún
tengo… ¿Un licor, algo? Por la conversación, me ha dicho. Querría probar alguna
rakija, he contestado, sin conocer muy bien las normas de cortesía en Bosnia.
Enseguida se ha puesto a hablar en bosnio con los camareros. ¿Quieres probar
dos?, me ha preguntado. Antes de que pudiera contestar, ya venía un camarero
con una especie de matraces pequeños de forma más o menos cónica con dos rakijas
diferentes, una transparente, como el aguardiente, y otra mucho más oscura,
hecha a partir de la mezcla de la rakija con hierbas, azúcar… una especie de
licor de hierbas pero con un sabor muy peculiar. Son artesanos, me dice, el
oscuro lo hacemos nosotros y el otro… lo hace otra gente.
Todo lo que ha venido
después en el día ha estado bien (por fin he entrado en la mezquita y en la
madrasa de Gazi-Husrev y he visitado la casa de un antiguo comerciante otomano),
pero ya no tenía apenas importancia: he comprobado hasta cierto punto la
hospitalidad, las ganas de conversar porque sí, de contar, de hablar de las
peculiaridades de Sarajevo, de lo orgullosos que están de su diversidad, de lo
cansados que están de los nacionalismos, que les han causado tanto daño, me han
hablado, efectivamente, de la guerra, de su historia, de su vida. He visto
Sarajevo de nuevo como una ciudad cercana y extraña. Y he probado una rakija
espectacular. Živeli!
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